Nunca fuiste sonriente, la carcajada que hoy resuena en las habitaciones ni siquiera se asomaba. No existían los gatos correteando por los pasillos o pidiendo comida de madrugada.
En las noches nos arrulla el sonido del ventilador de hace veintisiete años, los pensamientos se nos pierden en la pared, escenarios simulados que nos hacen desentendernos de las preocupaciones reales.
Todo y nada ha cambiado. Nos sucede la misma mirada, la incapacidad de resguardar dentro del pecho todo aquello que nos aqueja. Lloramos por las mismas pendejadas, ya sea porque no alcanzamos a partir la piñata o porque tuvimos que abandonar un trabajo que nos gustaba. Las lágrimas todavía nos nacen del corazón.
Hoy sabemos decir lo que no nos gusta, aunque aún tratamos de agradarle a alguien. Lo que trato de decirte con esta carta es que no pierdas la luz, tampoco la fe o la esperanza. No soy la mujer que nos imaginamos que seríamos, sin embargo y de alguna forma te aseguro que encontraremos la salida. La chispa que nos ayude a escapar.
Mudarnos fue nuestra mejor y peor opción. Nos alejamos de aquello que nos lastimaba pero se abrió una nueva puerta: descubrirnos a nosotras mismas. Y no será fácil. Y no terminaremos nunca.
Me gustaría poder decirte que no volverás a sentirte sola pero te estaría mintiendo.
¿Te acuerdas cuando cruzamos la barda y fuimos a casa del vecino? Tuvimos que hacerlo en secreto porque a mamá le molestaba que tuviéramos esa clase de amigos. Organizamos un plan, operación barda. Dijimos que estaríamos jugando a las escondidas con nuestra amiga imaginaria Andrea.
Por dos semanas cavamos un hoyo por debajo de la reja de metal, justo en una esquina oxidada que se escondía detrás de los arbustos de nuestro jardín. Fingimos que contábamos, con un ojo abierto pegado al televisor que atentamente observaba mamá.
Uno, dos, tres, eran las noticias, cuatro, cinco, seis, ahora venían los comerciales, siete, ocho, nueve, era la nueva heladería de las “Polly Pocket’s”, diez, once, doce…
—Ma ¿me compras una?
—Luego—
—Lista o no ¡allá voy!
Y corrimos lo más rápido que pudimos, del otro lado nos esperaba nuestro amigo. Nos presentó a sus hermanos, todos más grandes, estaban jugando a la guerra, los malos contra los militares.
—Yo soy del cartel tal, decía uno. Yo el chapo, decía otro. Yo el señor de los cielos, dijo el más grande.
El “señor de los cielos” se metía a la casa a ver tele mientras los otros lo protegían. Elegimos el bando de los militares porque nadie más lo quería.
Escondidas detrás de una llanta tuvimos que taparnos la boca para que no nos escucharan respirar. Conforme “el chapo” se iba acercando nos fuimos moviendo debajo de la troca. Todo iba bien hasta que escuchamos el grito de nuestra mamá quien ahora nos llamaba por nuestro nombre completo.
Salimos echas la raya, el chapo nos dijo que nos iba a matar.
—La que seguro me mata es mi ma, nos vemos luego huerco.
Le dimos la vuelta a la casa y esperamos hasta que mamá regresara adentro a buscarnos al cuarto. Nos raspamos recio la rodilla cuando pasamos por debajo de la reja pero nos la tapamos con la calceta. Cuando entramos a casa, mamá nos dijo que le habían disparado a Selena.
Después de que se entregó la asesina, Yolanda Saldivar, nos metieron a bañar. Semejante chinga que nos pusieron ese día, porque bien pendejas se nos había pegado la calceta a la raspada, ahora seca. Tirones que nos dolieron un chingo y sapes en la choya por no haber dicho nada antes.
—Pues ¿qué andabas haciendo escuincla?
—Jugando…
La vida sigue siendo así, niños jugando a ser adultos fingiendo ser alguien que no son, viviendo en una guerra real. No más pistolas de juguete, han sido intercambiadas por gas pimienta y gatos que navajean. Todavía te van a tocar unas chingas gruesas, eso que ni qué, pero lo bailado huerca ¿quién nos lo quita?
Todavía nos sabemos divertir. Así nació la carcajada de ahora, esa que retumba. Las raspadas de la vida las lavamos de inmediato, procuramos ya no cubrirlas, aunque a veces nos falla. Seguimos jugando solas, me conforta pensar que ese espíritu permanece.
Así como te hablabas, nos hablamos todavía, que por eso te estoy escribiendo esto. Sé que me he alejado, que ya no te arropo antes de dormir, que así como he vuelto a vomitar la comida, tú sigues rascando las paredes de manera compulsiva.
Sentimos el mismo dolor pero no sé cuál de los dos es peor. Si tú, la niña de cinco años que siente el duelo de una mujer de treinta y dos, o yo, la mujer de treinta y dos que sabe que hay una niña sintiendo su sufrimiento, sin poder explicarlo o hacer algo al respecto.
Cuando veo niños pequeños me acuerdo un resto de ti, de cómo jugabas solita en tu habitación, lo poco que platicabas cuando éramos pequeñas. De cómo la gente creía que éramos sordas. Y juego con ellas como no lo hice contigo.
Te juro que a veces siento que pierdo la cabeza y me la quiero pinches rapar (qué mal que juzgamos a Britney). Entonces me acuerdo de ti pinche huerca, de tus ojos, tus dientecitos asomados cuando sonreías de manera genuina, de las tardes en la plaza andando en bicicleta. De los juegos de lotería, de las quermés, el bingo, las fiestas de cumpleaños, la pascua buscando huevos. Entre el mar de tus recuerdos me albergo, cada emoción me vibra igual, como si fueras todo lo que me rodea y lo único que me pidieras fuera que te cantara…
Y respiro. Vuelvo a respirar.
Gracias huerquilla.
Carta a ti misma, 16 de mayo de 2019.