| Dying Widow |

Me gusta imaginarme muriendo. Al principio lo hacía mientras viajaba en el transporte público y requería de alguna actividad para perder mi tiempo, entonces comenzaba a imaginarme en situaciones dramáticas.

Una joven mujer de tempranos veintes miraba desde la ventana de su asiento, pero no miraba en realidad, únicamente se encontraba pensando en las cosas que ocurrían en su cabeza. El conductor del camión le venía contando a una amiga que lo acompañaba cómo es que había terminado con su chica, quién aún le hablaba por teléfono para molestarle. El muchacho sentado en la última fila miraba constantemente su reloj en un esfuerzo por no desesperarse al saber que llegaría tarde a casa. El conductor del tráiler que venía bajando de un puente se puso a pensar en el embarazo de su hija de tan sólo quince años y del padre con quien habría procreado al pequeño, en lo mucho que a su hija aún le faltaba por vivir y en lo mucho que se arrepentía de no haberse comunicado con ella, de no haberse acercado nunca a ella y decirle que si lo necesitaba, él estaría allí para ayudarla, pero no cinco meses más tarde.

Los conductores sin ver la vía, la chica sin ver el tráiler tomando la salida y el muchacho reprimiendo al tiempo. El tráiler empujando al camión, la chica volando del otro lado de la ventana, el muchacho sin el brazo que miraba el reloj.

Muriendo, aclaro, moribunda. Con el hueco en el pecho por la falta de aire, con el calor del cuerpo al saber que por mis entrañas se esparce toda mi sangre y muero, me desangro por dentro y muero, y con ese último suspiro de sabor a hierro, de tranquilidad y despojo de mi cuerpo, me siento viva, como nunca me he sentido.

Después me lo imaginaba todo el tiempo, mientras escuchaba la clase más aburrida de la universidad me gustaba imaginar que algún alumno enloquecido entraba en la sala de clase y comenzaba a dispararnos a todos, y que alguna bala me tocaba a mi. También me gustaba imaginarme lo mismo en los bancos, arriesgando mi vida sabiendo que la perdería, sabiendo que jamás podría salir viva y así, así me sentía serena conmigo misma.

Caminando rumbo a mi casa pretendía que algún auto perdía en control y me atropellaba, eso no me gustaba imaginármelo tanto porque sabría que en mi familia sería como una especia de maldición y estigma, jamás hablarían de mi muerte ni de la forma tan trágica en la cual perdí la vida. Sólo hablarían de ella cuando estuviesen pasados de copas recordando los buenos momentos que pasaron a mi lado y en lo mucho que me extrañan y eso, esa idea no me agradaba en mi cabeza. No me gustaba pensar en el daño que le haría a mi familia si yo muriera.

Sin embargo jamás me imaginé a mi misma conspirando en contra de mi vida de manera consciente;  es decir, suicidándome. No. Nunca, aquellos pequeños jamás lo verían venir.

Me gusta imaginarme muriendo, agonizante y moribunda porque en ese último segundo de vida que consume mi alma, en ese instante casi perfecto entre la mortalidad y la vitalidad algo mágico ocurre, algo sereno se emana, algo celestial y divino, en ese momento casi entiendes el por qué de la esencia; y cuando estoy a punto de comprenderlo mi mente despierta y me devuelve a mi “vida”, tan vacía muchas veces, tan decaída, tan fuera de mi.

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