| María |

María, pero qué hermosa era María. Con su cabello ondulado que peinaba de manera perfecta, con sus perfectas manos, lisas, de color leche; con su sonrisa, siniestra pero hipnotizante. Cuando caminaba por la calle todos pensaban, qué bella que era María.

Y entre muchos apareció un muchacho, un muchacho que nadie sabía quién era, de entre todos era el más extraño, el más callado, aún, tenía en sus ojos verdes una mirada que María nunca pudo olvidar, una mirada casi asesina, una mirada de asombro, de temor. María cruzaba la calle cada vez que lo veía pasar.

María, nadie sabe lo que la belleza cuesta en esta vida.

¿Y qué era sino una más de entre las muchas atractivas? ¿Qué era lo que María poseía que todos tanto admiraban? Su fortaleza, esa fortaleza que tan de pronto se vino abajo, esa fortaleza que algo tan secreto para muchos pudo borrarla de la faz de la tierra, esa sonrisa, esa mirada; esa manera de ser de María pronto quedaría totalmente desvanecida. Nadie más la volvería a ver en la forma que era. La imagen de María se volvió un fantasma.

María caminaba de regreso a casa caminando muy de prisa, el sonido de sus tacones producía un eco en la calle, un eco silencioso, el sonido de la madera contra el concreto, el sonido del miedo y el último sonido que María escuchó como la María que solía ser, la María que no volvió a ser.

De entre los coches apareció ese chico y María no dijo nada, se quedó callada, aquél hombre venía con un arma y de pronto, en ese instante María se dió cuenta de qué era lo que tanto querían, lo que deseaban de ella, hombres y mujeres deseaban poseerla. El chico le dijo que se callara y la llevó hasta el terreno baldío de la esquina, se quitó los pantalones y levantó la falda de ella; de entre toda la ropa María sintió que se le acababa la vida. No dijo nada, no gritó a pesar de que el hombre nunca le tapó la boca, no lloró a pesar de que sentía las lágrimas casi salir de sus ojos. No habló, no pensó, no deseó que terminara pronto. María murió en ese instante, dejó de existir.

Conoció los golpes, como muchas mujeres, conoció el sabor del vino y la sangre, como muy pocas sabían mezclar. Sus hermanos, los peores de los hombres, la golpeaban noche tras noche, a ella y al vientre abultado que crecía dentro de su cuerpo y a María no le molestaba que lo golpearan, lo único que pedía era que no le golpearan el rostro, eso era lo que a ella le importaba. Su actividad consistía en aceptar tragos de hombres que aún, entre todo, la deseaban, a ella y al vientre, y al vino. Juntos.

María tuvo al gûero, Martín. El mismo color de ojos y María supo que jamás lo querría, cuando nació y vió los ojos, la partera le dijo, “pero mire que lindos ojos le salieron al muchacho” y María preguntó, “pero pueden cambiarle ¿verdad? se le pueden oscurecer, ¿he oido?”, “Oh no niña”, le dijo la partera, “este tiene el alma limpia, este se quedará con ese verde claro, ya lo verá”. Y así fue.

Mi tía María cumplió 50 años y yo, la conocí. Había escuchado tanto de ella y tan poco, había escuchado lo que habían dicho de ella, había escuchado lo que hacía por las noches, había escuchado lo que bebía por las noches, y no la conocía, la miraba a los ojos y no la conocía porque ella no estaba ahí, ella no existía para nadie, ni para ella. Se había olvidado de sí.

Me miró y sonrió, me cargó en sus brazos y me sentó en sus piernas. Se acercó las manos a sus orejas y se quitó sus aretes de oro, los únicos que no había vendido, o cambiado, o derretido en alcohol; se quitó ambos y luego los colocó en mis tiernas y pequeñas orejas. Le dijo a mi madre que una niña de un año no podía estar sin aretes de oro.

Mi tía María se cansó, se cansó de esperar a que el alcohol terminara con ella; encendió el último de sus cigarros y se metió a la bañera, lo fumó intensamente, como los había fumado siempre. Recordó que en la familia ella era la más bella, recordó que todo el mundo le decía a su madre, de ella, que era la más hermosa de las tres, que podría conseguir al esposo que fuera. María esbozó su última sonrisa, tomó el tostador que había colocado encima del retrete y lo dejó caer.

El cuerpo de mi tía María murió esa noche pero a ella, nunca la conocí.

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