Antes del 21 de diciembre

Recuerdo verte así, a escondidas. Llevabas pantalones de mezclilla y un suéter gris. Me sentía tan nerviosa de mirarte a lo ojos que me aproveché de cualquier instante en el que andabas distraída para admirarte.

Recuerdo haberme cambiado cinco veces antes de salir de casa, ni siquiera me dio tiempo de peinar mi cabello como quería. Tenía este deseo incontrolable de impresionarte, sorprenderte, como en esas historias imaginarias que me gusta contarme en la que un completo extraño se enamora de mi con sólo verme. Estaba muy equivocada.

Me sudaban las manos cuando iba camino a tu casa, pensaba en lo mucho que estabas fuera de mi liga simplemente por el barrio en el que vivías. Y cuando te vi lo confirmé. Alguien como tú no habría de fijarse nunca en alguien como yo.

¿Por qué?

Muy probablemente por el primer novio que tuve, el que me cortó para poder invitar a salir a Betzabe. Tal vez fue por T, quien se enojaba tanto conmigo que dejaba de hablarme/tocarme. El que me hizo llorar más por las marcas en los brazos que por los chantajes.

O tal vez fue F, quien todo el tiempo me comparó con quien fuera “tan perfecta ex”…

Recuerdo tratar de hacerte reír, contarte chistes, hacerte bromas. Escucharte hablar de tu relación con S, del tiempo que viviste en Granada. El nerviosismo desmedido rápidamente fue suplantado por confianza. Dos grandes amigas que compartían risas, cerveza, clamato, cigarros, grupos musicales, tradiciones, secretos, canciones preferidas, gustos culpables.

En el viaje de regreso por metro todavía me sorprendí a mi misma viéndote así, a escondidas. Tenía tanto miedo de que nuestras miradas se encontraran, te incomodaras y decidieras por irte a casa.

Entonces no dije nada, ni intenté algo, más que ser tu amiga.

Recuerdo cuando me dijiste que, aunque apreciabas mi amistad buscabas algo más. Todavía tengo muy vivo el momento en el que (finalmente) iba a darte un beso cuando tiré al piso (sin quererlo) todo lo que estaba sobre la mesa. Y aunque estaba haciendo el ridículo, reíste y te acercaste a mi por un beso.

Nuestra primera noche juntas rompí mi regla de no quedarme a dormir. Incluso desayunamos juntas porque no me quería ir. De alguna forma, todavía en mi cabeza existió (y aún existe) la idea de que abrirías los ojos y te darías cuenta de que no soy lo que quieres para ti.

Muy pronto te dije que te quería.

El mejor día de mi vida fue cuando me pediste ser tu novia.

Y hoy dos años después (y todavía cuando duermes, cuando buscas mi mano entre las cobijas para sujertarme, o cuando me pides que te alcance un plato, o cuando te recargas en mi hombro mientras vemos Netflix), me sorprendo a mi misma viéndote así, a escondidas. Como una obra de arte recién terminada, que no tiene más que devoción hacia la majestuosa pintora que tuvo la sensibilidad de dibujarla tal y como ella se ve.

 

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