Así vas a dormir

Lunes 20 de junio 15:00hrs 

—Mi tía Silvia siempre fue buena conmigo.  

Esta oración es intercambiable a madre, esposa, hermana, prima, amiga, hija… Hasta hoy pude darme cuenta que ella siempre estuvo feliz de verme, contenta de saber de mí… Me despido de una mujer admirable y amorosa.  

Perdona que no pude estar contigo antes… Gracias por todo tía— 

No se parecía a ella, pensó Aleida al mirarla por última vez antes de despedirse. Quiso tocar el fieltro de tela que acompañaba al ataúd, como si fuera un pedazo de su vestido. La sombra de ojos no combinaba con el atuendo y eso era algo que la tía Silvia había cuidado desde que se aprendió a maquillar. Los brazos moreteados, la raíz del pelo cano, la falta de máscara de pestañas. Le faltaba también la sonrisa, por muy estúpido que ese pensamiento fuera. La que yacía acostada era una muñeca sin alma. No era la tía Silvia. 

Descendió del escalón con el nudo en la garganta a punto de ser desparramado por el suelo. Cayó directo a los brazos de Hannah. En cuanto vieron llorar a Marta soltaron las lágrimas. Una de las dos primas a las que su mamá más quería … y ahora tenían que despedirse de ella. Del otro lado de la sala, dos mujeres observaron enfáticamente a la familia, especialmente a Hannah y Aleida.

Domingo previo. Diario de Aleida 

Hoy comenzó la vida sin la tía Silvia. Y no puedo dejarla ir sin escribirle algunas palabras… Por mucho que no sepa lo que tengo que decir. 

Mirábamos la película de -El Señor de los Anillos, el regreso del Rey-, cuando sucedió. Era la escena donde El Señor de los Nazgul le dice a Eowyn que ningún hombre es capaz de matarlo. El cabello rubio, los ojos verdes, la determinación en su mirada… me recordaron de inmediato a la tía Silvia. Y pensé que, así como Eowyn pudo atravesar el rostro de El Señor de los Nazgul con una espada hasta matarlo, seguro mi tía podría hacer lo mismo con la enfermedad…

Me enteré de su condición el sábado en metro Polanco. Me dijo mi hermana cuando salimos de la estación. Los ojos acuosos me revelaron que la situación era grave. Pobre de mi tía Silvia, pensé. 

Quién sabe cuánto tiempo estuvo enferma. Cuando la familia se enteró ya era demasiado tarde, esperamos la llegada de un milagro que no sucedió, tal vez no ocurrió de la manera que quisimos. Se fue en paz y comunión consigo misma, aunque infinitamente preocupada por sus hijos, especialmente por el primo. 

Para mi madre fue más que una prima. Fue su compañera de juego desde que tuvo memoria. Al llevarse tan sólo un par de años crecieron como hermanas. Nuestra familia, como muchas otras, es de esas en las que para organizar un cumpleaños tienes que considerar la agenda de cincuenta personas. Una hermosa colectiva de amor, comida, regalos, bebida, gritos, huercos correteando. Fue así como crecimos todos, nadie creció solo, y quien quiso estar sola, como yo, aprendió que la familia nunca te abandona (por mucho que así lo quieras). 

Compartieron bautizos, primera comunión, quince años, bodas, hijos, divorcios, segundas bodas. Compartieron pláticas y cubas.  

En Portales se agravó la cosa. En confidencia, para que no se enterara mi abuelita, (ella ya está muy mayor y cualquier noticia puede hacerla enfermar) me dijo mi madre que sólo estaban en espera del duro y definitivo desenlace. La espera… 

Como buena hija de mi madre, me desespera la espera. Desde niña he sido así. Crecer con Marta, una mujer hermosa y de carácter fuerte que ordenaba cómo tenías que vestir, pensar, comer, cuándo hablar y cuándo no. Escucharla decir “te esperas” era una oración final que solía venir sin recompensa. 

Entonces me pongo a recordar todos los momentos que viví con la tía Silvia, buscando de alguna forma conectar con ella sin estar a su lado, no es momento para tomarla de la mano, sus hijos quieren quedarse con ella el mayor tiempo posible. Por mucho que uno deseé verla, no es nuestro momento. 

Nuestro momento fue… Verla acercarse a la mesa con un enorme plato de cerámica ofreciendo pollo con mole o señalándote dónde estaban las tortillas. Que te apretara de los hombros cuando estabas sentada en la mesa. Observarla deslizarse por la vida llena de una enorme coquetería. Platicar con ella, abrazarla, mirarla servirse una cuba. Escucharla reír, cantar, decirle a cualquiera: “A mí explícamelo con manzanitas”.  

Tenía nueve años, tal vez más. Fui una niña callada, de personalidad controlada, rebelde a mi manera. Si me quería ir de algún lugar en el que estábamos, lo decía, pero pocas veces me hacían caso. Si quería dormir me juntaban dos sillas de la mesa y me acostaban. El tiempo para regresar a casa era impuesto por los adultos, ya fuera porque no había más de beber o porque ese último trago impediría el regreso a salvo. 

Esa noche, la noche de la que quiero hablar, ya me había quedado dormida. Me despertaron para decirme que ya nos íbamos ¿a dónde? A la casa, pues ni modo que a dónde. Mi tía Silvia y mi tío Rubén nos llevarían porque el tío estaba bien acostumbrado a manejar así, nunca le había pasado algo, ni le pasaría. Tus chavos siempre van a estar cuidados, terminó de decir. 

Nos detuvimos por unos tacos. Unos deliciosos tacos de pastor. De esos que rara vez comíamos porque no podíamos darnos esos lujos. Mi papá ya estaba dormido y mi mamá, con la cubita en mano le golpeó sutilmente para despertarlo. Pero él ya estaba más K.O que nunca. ¿De cuáles quieres mija?, me preguntó mi tío. Por supuesto que de pastor. 

Cuando regresaron, mi tía traía una muñeca muy bonita en la mano, envuelta en una caja de cartón con plástico, también varios atuendos para cambiarla. ¿Qué día era ese? ¿mi cumpleaños? Mi mamá le dijo que no había necesidad, “para qué te molestas”, balbuceó. Pero la tía Silvia se hizo de oídos sordos y me entregó mis juguetes. Emocionada abrí la caja de inmediato, le cambié ahí mismo la ropa. Ni cuenta me di que eran las diez de la noche y que al otro día me iba a costar trabajo levantarme para ir a la escuela. 

La tía Silvia fue así, siempre regalando sonrisas. Dando cuidado y amor. Tan amorosa la tía Silvia. Tan llena de energía y luz. Fue hasta su partida que me enteré que su nombre completo era Luz María Silvia. 

Pobre de mi primo, pienso al recordar esa anécdota. Porque si para mí ha sido una tía ejemplar y llena de bondad… Perder a una madre así, tan inesperado y sin saber de qué o por qué. 

Sorpresivo para mí porque me enteré el sábado. Para sus hermanas e hijos, tres meses tratando de descifrar una condición que aún permanece como un misterio. 

Mi tía Silvia, y lo digo con toda la certeza y sinceridad que albergan mi corazón, siempre me recibió con un abrazo fuerte, cálido, estremecedor, enérgico. No hubo un sólo día o noche en la que no me dijera lo bueno que era verme y saber de mí. Es imposible recordarla sin una sonrisa. 

Lunes 20 de junio 16:00hrs 

Qué horribles son los velorios, pensó Male, qué horrible escuchar a Rubén así, diciendo esas cosas. Ni caso tiene, pensó Aleida, qué pinche necesidad de estar diciendo ese tipo de cosas. Pero el tío seguía duro y dale con que él quería cambiarla de hospital, que desde el principio quiso llevarla al español. ¿Me entiendes lo que digo? seguía preguntándole a una amiga de la tía Silvia, quien con la mirada imploraba que alguien fuera a rescatarla. Nadie se acercó.

Ya estaban a punto de llevarse el cuerpo para cremarlo. Ni se sentían las horas, dijo Hannah, y empezó a describir cómo eran los velorios en Inglaterra. Usualmente la familia tiene que esperar una semana para realizar el velorio, la ceremonia duraba a lo mucho media hora. Después de eso todos se reunían en la casa del familiar más cercano al fallecido. Aquí no, llevaban dieciocho horas en el Panteón francés y Hannah pensó que era lindo que acompañaran durante todo ese tiempo al cuerpo. Porque es difícil despedirnos, dijo Aleida. Nos es tan difícil decir adiós que incluso tenemos un día al año en el que nos visitan nuestros muertos. 

Camino a la cafetería, Hannah y Aleida se dieron cuenta de que unas mujeres las observaban desde lejos, hablaban con la tía Petty, hermana de la tía Silvia. Qué raro, dijo Hannah, esas mujeres se nos quedaron viendo. Pero la mente de Aleida no conectó los puntos, ella estaba enfocada en Marta. 

Aleida y Marta habían tenido una relación complicada, especialmente cuando Aleida era una adolescente. Gritos, intentos de suicidio. Fue hasta que salieron de esa etapa que Aleida pudo entender lo difícil que debió haber sido para su madre tratar de ayudarla, querer salvarla, especialmente cuando Aleida no sentía ninguna esperanza por sí misma.

Crecieron juntas, aprendieron a conocerse a través de la otra. Y en todo el tiempo que Aleida admiró a su madre jamás la había visto llorar tanto por alguien. Marta siempre había sido una mujer fuerte, entera, voraz, noble, complaciente. No se permitía sentir, pero en ese velorio sintió todo al mismo tiempo. Perder a Silvia, mujer amiga y confidente, verla desaparecer de este plano, era como si le arrancaran una parte del corazón, era recordarla compartir carcajadas y saber que no la volvería a escuchar. Era perder una aliada. Era sentirse sola. 

Y Aleida no la había visto antes llorar así por alguien. Quiso rescatarla. Aliviarle el dolor. La abrazó todas las veces que pudo hasta que su madre quedó hecha un zombie. Y todavía le quedaban días de lágrimas por derramar.  

Acompañaron al cuerpo hasta el crematorio, caminaron muy lentamente detrás de él. Cantaron las canciones que tanto le gustaban a Silvia, aplaudieron, gritonearon. Porque Silvia era alegre, carismática, con una sonrisa sobre el rostro. Silvia no hubiese querido que lloraran tanto. 

Pero Marta volvió a llorar. Aleida la abrazó de los hombros, su madre le quedaba chiquita. Le beso la cabeza, derramaron más lágrimas. Ahora sí, ahora sí se había ido para siempre. 

Terminado el proceso, comenzaron a despedirse para emprender el camino de regreso. Antes de que subieran al auto, la tía Petty apartó a Aleida del grupo. Ven conmigo hija, y la jaló del brazo. La acercó hasta su rostro, Aleida le sacaba una cabeza de altura por lo que tuvo que agacharse para escucharla. Frente con frente, los brazos de la tía Petty sujetándola del cuello. Nadie pudo escuchar las palabras.  Se separaron. Aleida se quedó pasmada, cuando Hannah se acercó a ella ya estaba llorando de nuevo.

La lluvia que apenas caía era el instrumento de su pesar. No podía existir mejor escenario. No había tránsito. Los padres platicaban sobre otras muertes, la de un sacerdote, el párroco de la familia que falleció mientras dormía. Qué bonito morir así, dijo Marta. Me preguntó cuál habrá sido su último sueño, continuó.  

Todos somos violentos, pensó Aleida con la cabeza recargada en el vidrio del auto. En su mente una a una se acomodaron las piezas de un rompecabezas que estuvo armándose en el fondo, aunque ninguno lo “pudo” ver. Comenzó como cualquier discurso discriminatorio, con el típico “yo respeto pero…” abusando de la tolerancia, y Aleida, distraída y vulnerable, no lo vio venir. Dagas en forma de letras que entraron en sus oídos para almacenarse en su pecho, donde se anidó la furia. Sintió exactamente lo que ella quería que sintiera. Y todavía, con su voz delicada, acuchillándola… No vio venir el ataque. 

Pero estuvo ahí, desde siempre: cuando negaron al primo. O el par de años que pasó “separado” quién sabe por qué. Después de un tiempo inventaron que estuvo “viajando”. El ataque fue concebido en el momento en que las sospechas se refirieron a él como maricón, joto, putito. Estuvieron ahí, en todas las reuniones familiares. El odio ganó y esa tarde, hace tantos años, fue que comenzó a entretejerse —con la supuesta moralidad de una familia que prefiere atacarse, menospreciarse, y humillar a los suyos, que aceptarse. 

En el camino de regreso no dijo una sola palabra a sus padres, ni a Hannah. Bajando del auto le seguían corriendo las lágrimas, Hannah quiso tomarle la mano pero Aleida subió corriendo las escaleras. De inmediato se metió a bañar. Bajo el abrazo ardiente del agua siguió soltando lágrimas. También soltó puñetazos a los azulejos, uno, dos, tres. Hannah entró al baño y encontró a Aleida con los nudillos rojos, tirada bajo la regadera. Lo siento, lo siento, lo siento, dijo Aleida.  

Lunes por la noche. Diario de Aleida. 

Aquellos que viven en la heterosexualidad no tendrán que sentir el desprecio y odio por el que pasamos los que no vivimos bajo la norma. No es un odio que se esconde.  Es un odio que separa, segrega y mata.  

Pertenecer a una minoría, ser mujer, y otra vez, no vivir bajo la norma, son razones suficientes para que el odio que alguien más tiene, sea depositado en ti, sin poder hacer nada con él (y aún no entendemos que bien podrías simplemente rechazarlo), porque la mayor parte de las veces viene de alguien que tú crees que te ama. El amor acepta. El amor comprende. No segrega. No violenta. El amor no avergüenza. El amor no mata. 

Lo siento. Las palabras que pensé, pero no pude decirle. ¿Acaso mi tía Silvia no había sido también mi aliada? 

Y comenzó a llover. Como si Dios también sintiera mi llanto. Dos besos y una tomada de manos, fueron razones suficientes para segregarme, humillarme, avergonzarme, odiarme. Pensé (estúpidamente), que tu familia nunca te humillaría simplemente por amar a la persona que amas. Pensé, estúpidamente, que no estuve haciendo nada malo. Pensé que, así como mis benditos papá, mamá, sobrinos, hermanas y hermano, que el mundo podría aceptarme como soy. Amando a la persona que amo. A quien me sostiene cuando estoy valiendo madre.  

Conmemorando la memoria de alguien a quién quise mucho, terminé siendo el sujeto al que depositar todo el odio y coraje que emana de su corazón. Cuando lo único que yo quería era demostrar que estaría ahí para mi madre, que no la dejaría sola… Qué estúpida fui. 

En orden de una moralidad inexistente, porque en México puedes andar con un casado, puedes golpear a tu mujer, engañar a tu esposa, tener dos casas chicas, andar con un narco, hacerte cientos de cirugías, manejar pedo arriesgando la vida de otras personas… pero no puedes ser gay/lesbiana/bisexual/ transexual/ transgénero. Amar a la persona que amas es una falta de respeto. ¿A quién? ¿a mi tía? ¿la que no puede hablar porque está muerta?  

El verdadero amor no humilla ni hiere, no avergüenza, no busca hacer daño. Y pobre de mi primo, pienso. Porque si su madre era la única aliada y las demás son igual de arpías. El ataque va a escalar. Si mi primo no puede ser el mismo con nadie, si no puede tomar de la mano al dueño de su corazón sin ser violentado por aquellos que dicen que “lo aman” … Qué pinche jodido está. 

Martes, 02:00am

Las luces apagadas, el silencio de las dos de la madrugada, suspiros en vaivén. Aleida mira fijamente a la ventana, no puede dormir, siente el corazón ardiendo. Levanta el cuerpo con cuidado, no quiere despertar a Hannah, camina hasta la sala y se desparrama sobre el sofá. Con el cojín en la boca grita todo lo que no ha podido decir, suelta lágrimas calientes.  

Desbloquea el teléfono celular y comienza a escribir una serie de tuits. Al poco tiempo recibe respuestas, apoyo de sus seguidores y amigos. Debería sentirse mejor ¿no es así? El cuerpo le suplica descansar, pero la mente insiste en revivir los últimos dos días. Los acontecimientos se apilan uno sobre y otro y no la dejan ver. Los ojos se cierran, totalmente agotados, todavía húmedos, todavía ardientes. 

Sueña que está dentro de un clóset. Las luces están apagadas, su cuerpo apenas si cabe dentro de él. Hecha bolita, con el brazo derecho bajo la cabeza haciendo una especie de almohada. Alguien prende la luz. Escucha la voz dulce y serena de la tía Silvia, siente la suavidad de su caricia pasar sobre su cabello.  

—¿Así vas a dormir?, le pregunta. Aleida no contesta. Una duerme con los sentimientos escondidos en el cuerpo y así se mal forman las articulaciones. Déjalos ir, suéltate. Sólo así podrás descansar. Estírate. 

Aleida estira las piernas, los brazos, le cae ropa sobre el rostro, siente que se asfixia.  Escucha otras voces a las que no entiende, comienza a desesperarse. Empuja su cuerpo contra el clóset que sigue sin abrirse. Toma un respiro hondo, cierra los ojos, las paredes se acercan. Vuelve a estirarse y con sus dos pies patea la puerta con todas sus fuerzas…  

Entonces el clóset cruje y se abre.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *