Llegó a su casa y aventó la mochila al suelo, por el impacto uno de los mosaicos del piso terminó por quebrarse, lo pateó. “Adiós”, se dijo en voz alta, “tal vez estoy lleno de demasiadas cosas”.
Quería sentarse en el suelo y llorar, arrancarse la piel, deshacerla toda. No era suya, había mutado en alguna extraña cosa. En su respirar a través de las sábanas, en el movimiento de su pecho bajando y subiendo. En el ritmo de su sonrisa, se había convertido en todo eso.
“Vine aquí sólo para conocerte”, estaba seguro de ello. O lo había imaginado.
Tal vez no había mirado esos ojos, tal vez no la había visto dormir. Taparse con las cobijas, abrazarla mientras dormían, olerle el cabello…
Fue instantáneo, al noveno día. Había sido todo de ella. Su cuerpo, su piel, el hermoso vello que recorría en bella forma, como una alfombra, desde sus sienes hasta sus pies. Blancos tobillos, encendidos por el roce de su pulgar. Suave, tersa, sonriente, cosquillosa. Su hablar, serio y pausado, como si leyese un poema, en cámara lenta, fulminándote en cada pausa con su mirada. Buscaba el respiro de una manera tan sensual, remojando sus labios con la punta de su lengua. Golpe seco y directo al estómago, sin oxígeno.
No era rock, no era vals, tampoco jazz. Era esa otra cosa extraña que no podía describir, una serie de ritmos inventados por su cuerpo, por el latido de su corazón. Cierto y lleno de tantas cosas.
Si no fueron sus ojos, entonces ¿qué otros había visto? Si no era el dulce avellana que enmarcaba con dulzura su mirada, ojos de niña pequeña absorta en la belleza de un simple amanecer, ver la nieve caer por primera vez.
Entonces ¿quién había sido?, miró el reloj, las 4:20.