El regreso a la unidad: sin morir ni con vida

Estoy muerta y con vida. El tiempo no existe y todo ocurre a la vez sin poder observarlo en su totalidad. Solo absorbiendo lo que puedo o me permito ser.

No tengo fuerza para hablar, sólo para caminar y pretender que la vida va como siempre. No tengo fuerza para hablar con nadie.

“Qué bueno que hoy vamos a terapia”, me digo al limpiarme las lágrimas en el baño. Aún con los olores es el refugio temporal para desparramarme, en momentos de emergencia no importa cuándo ni dónde.

Perdida en medio del mar, salir a la superficie del agua a respirar, aunque me siga ahogando.

Todas las desiciones están tomadas, los escenarios ocurriendo al mismo tiempo, no tengo la claridad para verlo.

Nada tiene sentido.

Qué difícil es vivir conmigo. Lo digo porque hay días en los que no podemos convivir. Porque todo nos duele, porque cuando creemos que de alguna forma lo estamos logrando viene alguien más a decirnos que no es suficiente.

—Yo hago mucho más que tú.

Lo sé y me pesa. Porque carezco también de la voluntad para hacer cualquier cosa. Porque hay días en que ir al trabajo consume toda mi energía y sólo quiero llegar a desconectarme.

No puedo cruzar fronteras con mis piernas pero de alguna forma he podido viajar con el alma. Aunque no me lleve a ningún lado ni sea real.

La realidad es sentirse como estoy, incompleta, infeliz, al borde un ataque de pánico. La realidad es no tener la fuerza para hablar y sentir que no puedo hablarlo con nadie. Que no me siento preparada para amar, que no me siento suficiente, que la angustia me consume, que me siento herida.

No tengo la fortaleza para confersarlo y alguien más lo hará por mí. No tengo la mente para analizarlo ni el corazón para enmendar mi herida.

No tengo fuerza…

La muerte está en todos lados y es lo único que permancece. Su contraparte no es la vida, sino el amor que no me he podido dar.

Curiosos recuerdos con mi Papá Toño

Papá Toño

Hace seis años que falleció mi papá Toño. Me gustaría decir que con el tiempo se olvida uno del dolor, y no, lo único que cambia es que cada día lo recuerdo con más amor, con más gracia.

Me inundan a la mente recuerdos de los que río, conversaciones que abrazan mi corazón, una muestra de lo poco que siento que conviví con uno de los hombres a los que más admiré.

  • Una vez estaba yo sentada en la cocina de la casa viendo la tele, cuando mi Papá Toño entró. Me preguntó qué estaba viendo, le dije que una película. Vio que en el reparto habían personas de color y le apagó a la tele, dijo que no viera cosas donde salían “negros”.
  • Una vez salí a la tienda de noche y sin permiso, cuando regresé me encontré a mi papá toño con un arma, no sé si creyó que alguien se metía a robar. Me pidió que no saliera sola. Y ya.
  • Mi Papá Toño era enojón. Una vez me dejó ponerle una peluca de broma y tomarle fotos.
  • Una vez mi Papá Toño me preguntó si era una niña chillona o una niña macha como las buenas. Le dije que lo segundo (cuando no). Me pidió que lo acompañara por la cena. Yo pensé que íbamos a a comprar algo pero no, vi cómo mató un becerro, me hizo sostener las vísceras (todavía calientes), mientras le escurría sangre al animal de la yugular, me pidió que le alcanzara una cubeta, esperamos hasta que dejó de escurrir. Después lo despellejó y lo deshuesó. Yo tenía diez años. De alguna forma esa experiencia horrorosa me hizo sentir cerca de él.
  • Una vez me encontré a un montón de gatos chillando en el granero de la casa. En ese entonces no me gustaban los gatos así que corrí adentro a decirle a mi Papa Toño que los gatos se iban a comer el maíz. Abrió el refri, calentó unas cosas en la lumbre y luego se fue al granero a alimentar a los michis, hablándoles con mucho cariño. Un lado tierno que muy pocas veces pude ver.
  • Una vez mi Papá Toño me cortó mal el fleco y lloré.
  • Mi Papá Toño nunca habló de sus sentimientos. Una vez me dijo que me amaba y se puso a llorar. Lo abracé y lloramos juntos. Lo extraño

Negrura

ELLA entra en la habitación con el rostro escondido en el cuello de su chamarra. No puede más. Hoy es el día. Esta noche es la noche.

Se sienta en la cama, mira su reflejo en el espejo que tiene frente a ella. ¿Qué pasó?, se pregunta, ¿dónde perdí todo?.

Llora, las lágrimas resbalan sobre sus mejillas. Solloza. Recuerda los momentos felices que vivió con Felipe: la proposición de matrimonio, los fines de semana en Cuernavaca, las carnes asadas en el patio de su casa. El momento en el que supo que estaba embarazada.

No se quedó con nada más que con ella. No hubo bebé ni matrimonio.

Abre su mochila, saca una botella de agua y un bloc para escribir notas. Empieza su carta.

No quiere echarle la culpa a nadie más que a ella. Desde un principio no se imaginó cansándose con alguien, por eso lo de Felipe la tomó desprevenida. Cinco largos años han pasado, él es otra persona y ELLA sigue siendo la misma.

Pide disculpas, como hacen todos. También pide que no le lloren. Para su funeral le encarga a su mamá poner su música preferida. Especificamente “paranoid android” de Radiohead, cuando transformen su cuerpo en cenizas.

Es el momento, piensa. Es ahora o nunca. Suspira, vuelve a mirarse el rostro. Se pone de pie y se acerca al espejo hasta perderse en el reflejo de sus ojos. Te odio, se dice antes de voltearse y volver a la cama.

De la mochila saca un bote con pastillas. Vierte unas diez sobre su mano.

No soy nadie, piensa.

Nunca lo fuiste, se dice.

No eres nadie, replica.

Y no serás nadie nunca, se vuelve a decir.

Cierra los ojos, vuelve a soltar un suspiro, alza la vista hacia el techo, al bajar la mirada hacia las pastillas nota algo inusual. Regresa la vista, especificamente a la esquina en la que converge con la pared. Hay una raya negra que no estaba ahí antes.

Guarda las pastillas en el bote, se acerca a la esquina entre el techo y la pared. Observa una pequeña línea negra, de a lo mucho cuatro centímetros, tal vez una rayadura de plumón.

Jala la silla de su escritorio, se sube. La raya es una grieta. Tal vez una fisura. Va a la cocina por clavos y martillo.

Se imagina abriendo la fisura hasta tumbar la habitación. Desea que su final sea rápido e indoloro. No como la vida. Una cascada natural de inseguridades y manías.

El clavo traspasa la fisura sin alboroto. Suave como mantequilla. Algo extraño, pensó.

Baja de la silla y toma el celular de adentro de la mochila. Busca en internet: fisuras o grietas. Todas son diferentes, ninguna como esa, perfectamente lineal.

Suspira. Tal vez hoy no sea el día, ni esta noche, la noche. Vuelve a leer su carta, la rompe en pedazos. Mueve las cobijas de la cama y apaga la luz para poder dormir, aunque dormir sea lo último que pase por su cabeza.

A la mañana siguiente la fisura ha crecido al doble.

No es posible, piensa, ¿habrá sido el clavo que usé?. Se pone de pie, va por la silla, se vuelve a subir. Toca la fisura con su dedo índice, mete su uña, no pasa nada. Baja, va por uno de los clavos, se vuelve a subir. Mete el clavo por la fisura, desaparece, no produce ruido, ahora es parte de la negrura.

Extrañada, se cuestiona lo que sucede. Recuerda que tiene un departamento vecino, tal vez el clavo ahora esté del otro lado. Sale de casa y toca la puerta, le abren.

—¿No tienes una fisura en la esquina de la habitación principal?, le pregunta. Lo pensé porque ambos compartimos una pared y de mi lado se ve muy clara.

El vecino lo niega todo pero la deja pasar hasta el cuarto principal. No hay fisura. La pared está intacta.

Se apresura para llegar a tiempo a la oficina. Aunque todo el día lo pasa imaginando las cosas que podrían estar detrás de la negrura.

Llega a casa, ahora la ranura es más ancha.

Tal vez quepa mi dedo, piensa. Y así pasa, el dedo traspasa la ranura, no siente nada, saca el dedo, intacto. Va por el martillo y un cincel. Hace de la ranura un hoyo donde ahora puede meter la mano completa, lo hace, la retira con miedo. ¿Podría meter el brazo? En el instante en el que ese pensamiento inunda su cabeza, un brazo atravieza la negrura y trata de sujetarla agresivamente. ELLA grita y cae de la silla. Golpea su cabeza.

Despierta, rápidamente vuelve la mirada hacia la negrura. De ella nace un bulto que va creciendo hasta transformarse en un rostro con la boca abierta. Pánico inmediato. Va por su celular para tomar una fotografía, no tiene pila. El rostro parece que grita pero su boca se abre y se cierra, como si hablara.

Estoy volviéndome loca, se dice y comienza a llorar. Busca desesperadamente las pastillas, las encuentra. Voltea a ver el rostro que realiza el mismo movimiento una y otra vez, sin producir sonido. Finalmente puede entenderle. La llama por su nombre: Ana.

Sin pensarlo dos veces vierte las pastillas sobre su mano y se atraganta con ellas. Toma toda el agua de la botella, cierra los ojos con fuerza, no quiere volver a ver el rostro ni la negrura.

El tintineo del metal cayendo al piso la despierta. Está en una inmensidad blanca, sin principio ni final. Lo único que puede observarse es una pequeña ranura en la (¿esquina?) de la blancura. Se acerca a ella, sobre el piso, aún danzando en un semi círculo, el clavo.

Alza la vista y de la negrura emerge un dedo, después una mano. Todavía tiene tiempo. Voltea a su alrededor, a lo lejos puede ver una silla, corre por ella, regresa cargándola hasta colocarla debajo de la negrura.

Todavía puedes detenerlo Ana, dice. Sube a la silla, mete su brazo en la negrura, puede sentirse a sí misma, quiere detenerse pero se zafa. Por favor no lo hagas Ana, se dice sollozando, ¡Ana!. Desesperada mete su rostro en la negrura, grita su nombre una y otra vez pero es demasiado tarde. Está muerta.

ELLA entra en la habitación con el rostro escondido en el cuello de su chamarra. Se ha sentido así antes y no puede más. Hoy es el día. Esta noche es… la noche…

El loop interminable del suicidio arrepentido,

espacio sin tiempo ni espacio entre la muerte y el limbo.

| Eterno diálogo de una mente ansiosa |

Llanto animal, suspiros. Suaves plumas afiladas que aterrizan delicadamente sobre mis mejillas. Una vez que han caído comienza nuestro día. 

Demonios almacenados en anaqueles de vidrio estrellado. No nos atrevemos a abrirlo. De vez en vez caen al piso y construimos torres como si fueran platos sucios sobre el fregadero. 

Podemos sentir, caminar, sonreír, reír, besar, creemos que podemos amar. Observamos a la gente, la vemos carcajear de un chiste que no alcanzamos a escuchar.  

Detrás de los huesos, donde no existen músculos ni tiempo, se almacena una voz callada, un suspiro entrecortado, una sombra alimentada de incertidumbre, de pistas colocadas en muros digitales. De banderas rojas que emergen de la tierra que han sido sepultadas, suplicando por ser encontradas. 

Golpecito en la cabeza, sabes hacia dónde vas. 

“Y si llego temprano ¿estaré a tiempo? Tal vez debería caminar más lento. Tranquila, tranquila, vacía tu mente y respira. No sucumbas antes esto. Si llego temprano ¿estará lista? El barco zarpa y no nos veo corriendo para alcanzar a los demás”. 

Adicta a la necedad que me acorrala con sus ideas. Efecto dominó de posibilidades que no podemos controlar. Avalancha, angustia. No deberíamos estar solas, no dejes que nos rompan. 

El sol se esconde… 

La gente se asusta. Caminas sin avanzar, el círculo se hace grande, figuras geométricas que buscan responder a las carencias emocionales. Pinzas que me toman de las extremidades para colocarme de nuevo en nuestro frágil anaquel. 

Expertas en depresión y estamos recetadas para darte prescripción. Deberías vernos cuando salimos a bailar, parece que nuestro cuerpo pertenece a alguien más. Deberías vernos enamorar, pareciera que no nos importa lo que piensen los demás. 

Detrás de los ojos, donde se almacena el espíritu, existe una verdad imposible de expresar. Es el diálogo interminable que no podemos parar. Tren de pensamiento que sale de sus vías para asesinar a toda una villa. 

Llanto animal, desbordado, lágrimas torrenciales, suspiros. Pecho ahogado en angustia.  

Comienza otro día. 

| El último suspiro de un ocote |

ocote

Polvo arenoso, asfalto caliente. De su mochila sacó una cantimplora, bebió el frío líquido que resbalaba sobre su garganta y caía sobre su cuello, refrescándolo del calor.

Las calles vacías y cubiertas de polvo anunciaron un nuevo suceso pero Bruno no lo podía entender del todo. Había algo en el ambiente, el viento despedía un aroma frutal, fresco, que lo trasportó a un mundo desconocido. Hojas largas, verdes, ramas que danzaban con el aire. Abrió los ojos para encontrarse solo sobre la avenida, del otro lado sus compañeros rompían ventanas de edificios que ocultaban grandes tesoros intercambiables en el mundo subterráneo.

Siguió el aroma, dulce y suave lo fue guiando dos calles más adelante, a las ruinas de una casa que se desplomaba en el marco de la entrada. Sillones viejos, comedor de madera que podrían destruir después para hacer una fogata, dos toques con los nudillos: caoba. Subió a los cuartos del segundo piso pero ahí perdió el aroma, camas sin hacer, fotografías, un listado sobre cartulina pegada en la puerta de uno de los cuartos: “Quince cosas para hacer con tu pareja antes de morir”, faltaban cuatro por ser tachadas.

Recuperó el aroma cuando bajó las escaleras, humedad, frescura, felicidad.

-¿Hay alguien ahí?- preguntó una voz. Bruno volteó a su izquierda y derecha. Nada.

-¿Me escuchas?- le dijo de nuevo. Automáticamente respondió desde su mente “Sí, te escucho pero no sé dónde estás”.

Fresas rojas, manzanas verdes, zanahorias, calabazas. Un huerto en el jardín. Salió pero no había nada, sólo polvo y vacío, el viento revoloteaba en círculos levantando partículas.

“¿Puedes verlo? Estoy tratando tan fuerte de mostrarte cómo era. No sólo frutas crecieron bajo mi sombra, también lo hicieron niños que después crecieron para convertirse en polvo. Si no puedes verlo…”.

“Lo veo”, respondió. Se escuchó un largo suspiro, incluso aunque no podía verla, parecía que la voz sonreía.

“Ahh. ¿Cuál es tu nombre? Quisiera agradecerle por detenerse a escucharme”.

“Nada que agradecer, al contrario… Bruno. Mi nombre es Bruno. ¿El tuyo?”.

“No lo sé. Hay pocas cosas que puedo recordar, a veces creo que fui un árbol, otras creo que era una persona, u hojas, fresas, verduras. Despierto de vez en cuando, no todos los días”.

Bruno se sentó sobre la tierra caliente, el sol se escondía. Pensó que en ocasiones es mejor no recordar, no tratar de encontrarse, tal vez si la voz se había perdido era lo mejor, nadie quería vivir en un momento como ese, de total abandono y soledad.

“Te sientes como yo”, le dijo la voz. “Puedo escuchar claramente tus palabras, estamos en una conexión en la que no podemos ocultar nada. Tu puedes ver a los niños, el césped, las frutas. Yo puedo ver tu rostro oculto sobre la mugre de la tierra, tus ojos tristes que parece que no pueden querer pero que aman con furia. Tu rodillas cansadas por el viaje, la sed, el hambre. Piensas que es mejor no recordar pero son esas las únicas imágenes a las que te aferras. Te hacen daño pero no las sueltas”.

No puedo no pensar, se dijo Bruno. Es lo único que hago, ahora sé que la voz me conoce porque me ha visto. Pero no lo suficiente, puedo distraerla y salir.

“Anda, hazlo”, le respondió. “No te detengas, no lo hagas por mí. La única razón por la cual quise llamarle a alguien es porque no creo despertar de nuevo, creo que este es el final y quería compartirlo con alguien”.

“No quiero verlo, para mí el final ya ocurrió hace tiempo. No quiero verlo otra vez”.

“Ese no era tu final, sino el de ella. Las lágrimas que derramaste a su lado, no fueron tus últimas, sus besos no fueron los últimos…”.

“Detente… No soy yo a quien buscas. Hay alguien realmente honorable de tus palabras allá afuera. Alguien que pueda acompañarte en este, tu final. Yo no”.

“He visto todo ocurriendo al mismo tiempo. Las estrellas brotando del cielo, el viento danzando con las hojas, el nacimiento y la caída del sol. Cuerpos recostados sobre la tierra anhelando por abrir los ojos y verse fuera de aquí. Los he visto irse, a todos y cada uno de ellos porque no quisieron quedarse, porque no pudieron amarme. Sí, me dieron vida, esencia, sonrisas, felicidad; me abrieron los sentidos hacia el dolor y el abandono, la negación y la divina aceptación de que somos lo que somos, pero nada de eso fue suficiente. Por querer que quisieran quedarse, me perdí, dejé de ser lo que era y sólo permaneció esta parte de mí, esta voz sin eco, estas imágenes sin sentido. Siento que este es mi último…”

“Respira… Lo puedo ver y quiero verlo. Los niños persiguiéndose alrededor tuyo, los picnic de domingo. La lluvia fría cayendo sobre tu piel, atravesando tus pliegues y refrescando hasta lo más profundo de tu ser. Sonríe ocote, déjame escucharte reír. Era porque Daniel te contaba chistes, porque Fernando se sentaba a lado tuyo a pintar. Porque Mariana leía recargada en tu lomo, porque Anna y Samuel se casarón bajo tu sombra. Sonríe amigo mío porque este no es tu final, porque ahora que te siento me doy cuenta que nos volveremos a encontrar…”

El viento se llevó consigo el último rastro de aroma que tiernamente acarició su piel, como las manos de Sofía que tocaban sus mejillas antes de darle un beso. O las de su madre antes de ir a dormir. O las de su padre cuando se sentaba en su regazo. O las de la muerte antes de partir.

 

 

 

| Utopía suburbana |

utopia_suburbana

Mis manos secas se cuartean, entre sus líneas deslumbra el latido de mi corazón. Lo único que veo es oscuridad. No hay paredes ni techo pero la atmósfera cae sobre mi pecho. Su sonrisa me distrae pero no lo suficiente.

Las palabras que me decía ayer me estallan sobre el rostro, nadie cree en ellas. Como bailarina sobre la pista de baile, ansiosa me espulgo mi propia carne. En este orificio que se expande no habita nadie.

Las hojas crujen contra el sonido de mis pies descalzos, cuero volátil sobre mi espalda danzando hasta convertirse en llagas. Luces apagadas, mensajes vistos. Las palabras que me dije ayer no me dan esperanza.

El agua me sabe rancia y me erosiona la garganta hasta emerger de mi hueco. Cualquier idiota puede verlo. Su mirada me hipnotiza pero no lo suficiente. Atravieso vidrios y sillas, pantanos y piso reptiles que con su piel se impregnan hasta dejarme inmóvil.

Los besos de ayer desaparecen. Nadie puede verme. Quisiera caer sobre mi hueco hasta desvanecerme sin dar explicación.

Un lugar donde no sea ilusa, donde no tenga que ver mi rostro, el sitio donde no me sienta estúpida. La razón de que no exista nada. Cualquier imbécil puede verlo, sentada sobre la porcelana blanca ahogándome con mis propias palabras.

Luces apagadas, reptiles sobre el rostro, palabras que me hieren.  Sus ojos me distraen pero no lo suficiente.

Falsos cristales de esperanza

A Re.

Caireles negros ¿a dónde se han ido?, son las puertas y paredes de cristal quienes los tienen sostenidos. Sonrisa fingida que te has cansado de usar, palabras vacías que tus dedos se obligan a crear.

Te han cansado los pensamientos, los gusanos que se anidaron adentro de tu cerebro y tú sabes perfectamente quién los ha puesto. Le crecieron dentro de la memoria, esa que le obligaba a soñar noche tras noche la misma historia. Ellos sólo querían ser mariposas.

Negando su destino, como aquellos que fueron obligados a crecer dentro de un cráneo para morir asfixiados por su propio cuerpo. Así tu, tan vacía, han sido las puertas, los cristales, las estrellas. Han sido las ilusiones impuestas por la historia de que un hombre podría salvarle, en lugar de rescatarse de sí.

¿A dónde vas, Recuerdo? ¿Se te ha olvidado la memoria? No la sembrada o implantada, la real, esa que te obliga a despertar de vez en cuando para hacerte respirar. Sal, pero no estás encerrada, aunque si te acercas al espejo podrás ver que tu alma lleva presa demasiado tiempo.

Y yo aquí, mirándole de lejos, implorando porque crea, suplicando que se vea. Que no se pierda. ¡Sal!

No me hagas esperar, o imaginar ese escenario, que por mí sólo queda invocarlo para destruirlo con la misma fuerza que he construido historias, sin realidades…

Alternas…

Si tan sólo pudiese ser todo lo que ha querido….

Cuando ríe, cuando escribe, cuando escucha música. Cuando bromea, cuando siente, cuando se mira al espejo.

Cuando recuerda, (abre el frasco), cuando imagina (vierte las pastillas), cuando implora. Cuando se enoja, (se traga las píldoras), cuando sufre o se enamora.

Cuando no razona, (se acuesta en la cama), cuando no se mira, (la encuentra su hermana), cuando no respira (llama a la ambulancia), cuando llora.

 

 

| Tic, tac, callada |

Existe un enemigo interno, un impulso eléctrico que con chispazos sutiles me ahoga el cuerpo. Son las voces de la infancia, los gritos del abuso, el dedo índice del compadre rozándome la espalda, el suspiro de una muerte anunciada.

El arte de hablar, ridículo e innecesario. No digas nada. Porque va a enojarse, molestarse, porque no le interesa tu mirar. Quédate callada, niña, nadie le pidió a tus labios respirar.

Lo hablado, lo ignorado, lo oculto, lo ahorrado. Todo lo que me guardo y “olvido”, termina siendo el rompimiento del vínculo, la desesperanza en el pecho vacío.

Me consume desde los labios hasta el interior de mis piernas. Sed amarga… seca. Saliva incandescente, gloriosa, suspiro cálido y sensual que me hace olvidar y recordar.

No somos nada cuando no soy lo que quiero. No somos nada cuando aún te veo, verlo.

Callada.

| Memorias a Don Antonio Esquivel |

Primero quise escribir sobre viajes interminables, criaturas imperceptibles al ojo humano. Monstruos internos que suplicaban por ser liberados, sombras que resguardaban la puerta a universos de infinitas posibilidades. Quería escribir sobre encuentros significativos, memorables.

Rompiéndome en silencio, no encontré otra forma de respirar. Las hojas mis pulmones, la pluma mi nariz. Una vez aceptado mi destino, no me pude contener, estuvo en mi todo este tiempo, esta energía y fuerza de guardar en palabras cualquier cosa en que mis ojos se pudieran detener.

Llegaron hombres, mujeres, niños, guías. Personajes, historias, nuevas vidas. Llegó la rabia, la desilusión, el desamor, la cobardía. Llegaron recuerdos inexistentes, sueños que me inventé. Ninguno ni nada era como parecía, todos eran simples imágenes de lo que algún día pudo ser.

Llegó la página vacía, las oraciones que no pude terminar de escribir. La imperiosa necesidad de querer ser alguien que jamás podré. Felicidad desconocida… o interrumpida. Quería escribir lo que era ver al mismo tiempo que cubría mis ojos.

No puedes amar, alguien como tú no puede. Alguien como tú no siente, no piensa, no vive. Alguien como tú es nadie. Un ser invisible e inexistente, el monstruo sobre el que escribiste siempre…

Hermosa mía,

hermosa mujer.

Imponente,

sensual,

enigmática,

misteriosa.

¿Te has mirado bien?

¡Oh, dulce mía! No cambies nunca,

quiero abrazarte tanto,

susurrar a tu oído lo preciosa que has sido conmigo.

Quiero tomar tu rostro y mirar fijamente tus ojos,

no me queda un mayor anhelo que ese,

poder ser yo quien te lo diga:

¡Dios! Lo magnífica que eres.

 

Quiero besarte los ojos,

los labios,

lamer tus lágrimas,

jalarte del cabello y obligarte a mirarnos bien.

Preciosa,

dulce mía,

no te apagues nunca.

 

Sostenme bien,

porque no podré estar de pie mucho tiempo.

Me dejaste caer y cuando vi tu mano no quise sujetarme.

Era él como su hijo, solemne, fiel, sensible, amoroso. Fuerte, duro, directo, con falto de tacto. Sus ojos pequeños devoraban al mundo con la mirada, traspasaban tu alma, llegaban hasta el fondo de tu ser y luego no decían nada. Una habitación totalmente oscura que era ligeramente iluminada por una luz que provenía de alguna parte, incandescente no dejaba ver de dónde. De pie, entero, jamás sentado, siempre ayudándome a ser más mujer.

Con sus manos ásperas, arrugadas, me enseñó todas las cosas que no creí debía de aprender. Cómo abrir el tórax de un chivo, cortarlo directo en el centro, sin tocar arterias, si lo hacías la sangre te salpicaba el rostro y se metía en tu boca. Y el reía, cómo reía. Pasaron tres años para que me costara trabajo recordar su sonrisa: sutil, retorcida.

Vueltas y vueltas alrededor del Sol, caídas, desilusiones, partidas. El único hombre que tomaba con humor mis equivocaciones, mis errores. Todo parece igual, sólo que ahora no puedo caer por completo… él me obliga a vivir, ¿por qué?.

Día uno, nunca te fuiste, día dos, me arropaste cuando me quedé dormida sentada en el sofá. Día tres, sostuviste mi caída. Mi soldado, quiero ser tan fuerte como usted.

“Necesita ser feliz”, la frase que no he dejado de escuchar. Sólo has permanecido por eso, porque no he encontrado la forma y así como al chivo, debo aprender a abrirme con precisión, por el centro, sin salpicarme, sin cercenarme ni romperme los huesos.

Quiero escribir sobre flores brillantes, paisajes que no he podido conocer. Sobre colinas cubiertas de trigo y tulipanes, sobre el sonido de una risa como música acompañante.

Papá Toño, quiero escribir sobre unos ojos que descubrí. Precisas pinceladas de colores inmersos: azul, verde, miel, negro. De cómo cambian de emoción cuando me observan, de cómo gritan mí nombre cuando ella me besa.

Quiero escribir sobre su sonrisa, su aliento, Papá Toño debería de mirarle las pestañas. Quiero escribir sobre las dulces y sutiles pecas y lunares que adornan de belleza su cuerpo y su mirada. Quiero escribir sobre sus manos: suaves, frías, tersas.

Quiero que cuando ella sea mayor y no esté conmigo, -porque alguien como ella, musa brillante e imperfecta, no es para sólo un artista. No le pertenece a nadie, a veces ni a ella misma-, se acuerde de las palabras que le escribí alguna vez: quiero que seas libre.

Papá Toño, quiero ser memorable como usted. Invencible.

 

| Tic, tac, bipolar |

Un suspiro y se aleja. Desperté con ella. Las cortinas grises no nos dejaban ver. No pude detenerme, ciegamente salté.

La historia de siempre se repite una y otra y otra vez, ¿cuándo entenderé? Que hay palabras que no quieren escuchar, acciones que no debería de demostrar.

Mis ojos no mienten ni engañan, reflejados en ellos se pudo ver. Cuando quedan absortos en algo es tan difícil que puedan ceder. Intento inútilmente de abstraerlos del hechizo de sus ojos y su voz. Tic, tac, tic… tac. ¿hacia dónde vas mujer?

Una despedida y mi mundo colapsa, ridícula. Es tan sencillo dejarse ir, pero no quiere verme, nadie puede hacerlo, nadie podrá hacerlo cuando me pongo así.

Monstruo que acompaña paso a paso mi caminar. Me abraza cuando caigo al suelo, me tira de una patada cuando me pica el insecto de la seguridad. Ha secado tantas de mis lágrimas con el pañuelo de la infelicidad. “No mereces esto, pero esto sí”. ¿cuándo cambiarás mujer?

He pensado, por un lado, en que soy la única que se ha amado, y así continuaré. Aunque me pidan silencio, y que lo han hecho, con estos ojos jamás callaré. Pero por el otro, ese otro que no me deja ser, ver, sentir, hacer. El que me dice que no existo, que no soy ni seré. Que de mí no se emana nada más que la miseria, sufrimiento, decadencia. Silencio, voces, silencio tantas veces. Tic, tac, una y otra y otra vez.

Un suspiro y sonríe, lo sigue haciendo como la primera vez. Abrirá la puerta y me verá de pie, tan vacía y ausente. No recordará mi nombre y tendré que empezar otra vez.