Aún lo veía, sentado sobre un banco hasta el fondo del cuarto.
Se quedaba quiero esperando a que ella volteara a mirarle, ella no quería, se quedaba viendo a sus zapatos, sus manos, volteaba a verla y nada. Ella seguía sin mirarle.
Ella hacía sus cosas, se ponía a coser sus vestidos, sacaba la máquina de coser y se perdía. Le encantaba diseñar tantas cosas, blusas, faldas, vestidos, cortinas, sábanas. Eso era ella, una hacedora de vestidos que tal vez nunca podría ponerse. De pronto se acordaba que él estaba ahí, mirándola a lo lejos, sentía sus ojos sobre ella, ella lo ignoraba.
También se miraba las manos, lo hacía de vez en cuando, de pronto se acordaba de cosas, dejaba de coser y se detenía a mirar sus manos, ásperas, secas, como si no fuesen de ella.
Se despertaba y se iba a sentar al banco, eso era lo que hacía. Dormitaba un rato y miraba a la única ventana que iluminaba sólo de noche, solos de noche. Se acordaba de ella, de su mirada, escuchaba la máquina, siempre la máquina.
Sin compartir nada.