|Despojo de ángel| (la chica de Avenida Nuevo León)

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Usualmente era el sonido de la alarma la que despertaba su cuerpo del mundo de los sueños. Esta vez  no había sido así, había abierto los ojos media hora antes del amanecer.

Aún estaba oscuro, silencio. Se desprendió de las pesadas cobijas y decidió caminar hacia el baño, recorrió el pasillo color crema que recién habían pintado el fin de semana pasado. Se percibía el aroma a pintura, pensó que era el olor lo que hacía parecer al pasillo tan interminable. Pudo ver la luz encendida dentro del baño a través de la ranura de espacio entre la puerta y el piso, alguien estaba ahí, llorando.

Se recargó en la pared y abrió la puerta, no había nadie. Olvidó que había pensado que había alguien adentro y se sentó en la taza del sanitario, recargó sus codos en las piernas y comenzó a sobar su frente  y cabeza. No había querido despertar tan temprano, seguía adormecida.

Sofía vivía sola en un pequeño departamento en la azotea de un viejo edificio ubicado en avenida Nuevo León. Le gustaba despertar temprano y ver el amanecer, por eso ponía la alarma, le gustaba presenciar el olor a mañana, los pájaros despertar, la ciudad vacía y la esperanza de un nuevo día, como si todo pudiese cambiar. Eso para ella era tomar una decisión, refugiarse en la esperanza.

No tenía mucho tiempo viviendo allí pero ya lo había convertido en su casa, lo había pintado de color crema y le había agregado cuadros, pinturas, fotografías. Cuando la gente admiraba las imagenes percibía tanta emoción, ternura, alegría. Sofía miraba las fotografías como especie de prueba ante la incredulidad de que no podía amar ni ser feliz. No estaba loca, simplemente no podía amar.

Regresó a su cuarto, encendió la lámpara. Los perros, Dunas y Regio, rescatados de la calle, se encendían con emoción cuando la veían despertar, no podían esperar a que los sacara a pasear a la calle, a que corriera junto a ellos. Movían su cola y sacaban la lengua, Sofía les tomaba miles de fotografías, otra prueba más de cariño, pensaba, le gustaba inundarse de ellas.

Y les tenía emoción, les tenía apego, los procuraba y le preocupaban. Sabía perfectamente que no los quería. Los miraba y sonreía, sus pequeñas bestias que la socorrían cuando escuchaban ruidos extraños dentro del edificio, despertaban y se acercaban a la puerta. Protectores del umbral.

Se puso su sudadera y se miró al espejo, se acercó. Había algo distinto en ella esa mañana, se observó hasta tener su rostro tan de frente que podía ver el cambio en la forma de su pupila, lo entendió tan de pronto, todo tenía sentido.

No era ella, no estaba loca, simplemente no había otra forma en la que sucediera, estaba destinado a pasar. Sonrió, no podía negarse ahora que se había encontrado. Tanto tiempo buscándose, mirándose a través de ella y de los demás, todas esas fotografías que ahora le parecían inútiles e inservibles pero que después habrían de convertirse en el único lazo que la conectarían con la realidad.

“Todo estará bien eventualmente”, se decía una y otra vez. Cuando tenía una entrevista de trabajo, cuando iniciaba un nuevo día en el que se sentía devastada. Los funerales de amigos, de familiares, de hermanos. No sabría cuándo lo estaría pero sabía que pasaría, que todo estaría bien.

Abrió su diario y comenzó a escribir, por fin lo había encontrado, el momento perfecto, por fin se había encontrado mirándose al espejo, se había reconocido y no podía negarse. Tendrían que saberlo todos, llegaría la sana liberación del alma sobre el cuerpo.

Estaba a punto de amanecer, abrió la puerta. El frío viento de mañana la despertó por completo, se acercó a la terraza y esperó, como todas las mañanas, el amanecer. El cantar de los pájaros, el olor a esperanza. No podría estar más contenta, saberse tan consciente de ese momento, vivirlo hasta el final.

Había escrito el final de una novela que nunca pudo terminar, las dos tomadas de la mano caían hasta el fondo del mar en una incepción de ideas mentales anidadas dentro del sueño, donde podría amarla, donde podría mirarle distinto. Al último momento, cuando el dragón estaba a punto de devorarlas, le soltaba la mano, sabía que no era ella, que era sólo el reflejo de una imagen construida por su cabeza.

La dejó y se dejó ir. Las sonrisas compartidas, los roces entre las piernas, los abrazos, los besos en la frente. Las conversaciones compartidas, las lágrimas que se derrocharon alguna vez, los consejos y las palabras transmitidas de una mujer perfecta que no pudo ser. “Hasta luego”, se decía, mientras con una sonrisa aterrizaba sobre el concreto de la avenida completamente vacía. No estaba loca, simplemente no podía amar.

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