Estoy muerta y con vida. El tiempo no existe y todo ocurre a la vez sin poder observarlo en su totalidad. Solo absorbiendo lo que puedo o me permito ser.
No tengo fuerza para hablar, sólo para caminar y pretender que la vida va como siempre. No tengo fuerza para hablar con nadie.
“Qué bueno que hoy vamos a terapia”, me digo al limpiarme las lágrimas en el baño. Aún con los olores es el refugio temporal para desparramarme, en momentos de emergencia no importa cuándo ni dónde.
Perdida en medio del mar, salir a la superficie del agua a respirar, aunque me siga ahogando.
Todas las desiciones están tomadas, los escenarios ocurriendo al mismo tiempo, no tengo la claridad para verlo.
Nada tiene sentido.
Qué difícil es vivir conmigo. Lo digo porque hay días en los que no podemos convivir. Porque todo nos duele, porque cuando creemos que de alguna forma lo estamos logrando viene alguien más a decirnos que no es suficiente.
—Yo hago mucho más que tú.
Lo sé y me pesa. Porque carezco también de la voluntad para hacer cualquier cosa. Porque hay días en que ir al trabajo consume toda mi energía y sólo quiero llegar a desconectarme.
No puedo cruzar fronteras con mis piernas pero de alguna forma he podido viajar con el alma. Aunque no me lleve a ningún lado ni sea real.
La realidad es sentirse como estoy, incompleta, infeliz, al borde un ataque de pánico. La realidad es no tener la fuerza para hablar y sentir que no puedo hablarlo con nadie. Que no me siento preparada para amar, que no me siento suficiente, que la angustia me consume, que me siento herida.
No tengo la fortaleza para confersarlo y alguien más lo hará por mí. No tengo la mente para analizarlo ni el corazón para enmendar mi herida.
No tengo fuerza…
La muerte está en todos lados y es lo único que permancece. Su contraparte no es la vida, sino el amor que no me he podido dar.