Escribir es mi respiro. Mi vida sería muy diferente si no fuese por la escritura, tal vez ni siquiera estaría aquí. Me tomó mucho tiempo aceptarme como un ser sensible, sin que esto sea bueno o malo, simplemente es. Y porque lo soy, me da la bendita libertad y capacidad de escribir: contar historias imaginarias que todos los días gritan y saltan dentro de mí.
Vivir en un departamento en la colonia Roma fue una de las mejores cosas que pudieron sucederme en mi vida. Allí crecí con mis nuevos hermanos, algunos cambiaron de nombre pero el fin era el mismo, éramos tres artistas buscando cómo sobrevivir. Aprendí amor y tolerancia, aceptación. A sonreír, a desvelarme y buscar el comienzo de la mañana en la azotea a primera hora. Aprendí a amar a los gatos, nuevos libros y películas, series de TV.
Irme fue… difícil. Tal vez nunca pude expresarlo hasta el momento en el que me decidí por escribir este cuento largo: “Escapando de Solinda”, un homenaje a la hermosa vida que tuve ahí, a la persona que fui.
Y sin más preámbulos…
Escapando de Solinda
Comenzó como una pesadilla hasta que la dejó convertirse en sueño. El espacio oscuro le dejaba ver a lo lejos un rastro de luz, se desplazó lentamente… avanzaba a través del viento. Un rojo intenso lo iluminaba todo, su cuerpo: acartonado y tieso, así como las extremidades -pedazos de piedra y madera-, se negaban a responder. Quería gritar, al buscarse el rostro lo encontró esparcido a lo largo de todo, se envolvía junto con el rojo del exterior. Volteó la mirada hacia abajo, el resto de ella caía a una enorme cascada. Nunca había sentido tal ligereza “Si tuviese boca, sonreiría”, pensó al sumergirse.
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No conocía el mar, vivir en ese sitio, a la orilla de un enorme río, era lo más cercano que su familia había llegado. La casa que guardaba todos los recuerdos de su vida había sido construida por su abuelo y heredada a Delia, su madre. Ahora, sentada frente a la chimenea de su casa -donde reposaban las cenizas de la recién fallecida- cuestionaba toda su existencia.
Verdaderamente triste darse cuenta que la vida ya le había sucedido, entre los abuelos, su madre, la cobardía de abandonar la escuela, porque en el fondo lo había hecho por ella, no lo diría a nadie pero ahora que estaba sola en esa casa lo aceptaba, se había quedado con la idea y la estúpida esperanza de que Sandra la quisiera.
No debió haber ido a esa fiesta, pensó otra vez. De haberse quedado en casa estaría en la ciudad escribiendo, conociendo gente interesante, compartiendo historias con algún periodista o autor. En salas literarias, presentaciones de libros, se habría construido algo. También era ridículo culparla. Ella nunca le había pedido nada.
Este año no habría árbol navideño pero sí ponche con mucho ron. Se sentó en el sofá frente a la chimenea y trató de conversar con su madre. Sin duda alguna estaría muy molesta por no haber decorado. Volteó la mirada y miró la vieja casa de Sandra.
Veinte años y no podía dejar de pensar en la primera noche que la conoció, después de ahí no pudo ser la misma, tal vez ese había sido su destino y había tenido la oportunidad de escapar de él pero no quiso. Pudo haberse acostado y voltear el cuerpo sin mirar a la ventana… pero no fue así.
Tres días para que comenzara la temporada de niebla y tenía que prepararse. Pero ese día no podría abrir la tienda, cómo hacerlo cuando su mente se había anidado en la reciente pérdida de Delia. Tampoco iba a quedarse en casa a sentir más su duelo, aunque tal vez era la casa la única entendería la pérdida. Los enormes tablones de madera se sentían como poderosos brazos consolándola.
Su madre y Herb prácticamente habían crecido juntas. El abuelo terminó su construcción en el segundo cumpleaños de Delia. Excepto por un par de años en que la familia se había separado, habían vivido ahí toda su vida. Emma adoraba escuchar las historias que le contaba Papá Pedro casi todas las noches antes de dormir.
Papá Pedro había conseguido la madera junto con algunos tablones, ladrillos y cemento, por partes. Le había sido muy difícil comprar todo el material y cuando finalmente lo había juntado todo, se decidió por elegir el lugar ideal para construir la casa. Siempre que Papá Pedro contaba historias, procuraba enfatizar en su padrino: José Alberz, quien le había regalado el terreno. Era en una colina a las afueras del pueblo, la vista daba directo al río, 200 metros bajando la colina se llegaba directo a la orilla.
Papá Pedro amó construir a Herb. Era grande y color verde militar, con marcos de color blanco corroído por el tiempo. Un bello y pequeño pórtico adornaba la entrada. La casa era de dos pisos, tres recámaras y un baño. No recordaba algo más tranquilizador y hermoso que compartir la casa con los abuelos.
Qué ridículo le parecía de pronto refugiarse en los recuerdos de su infancia, en las historias del abuelo y Herb, cada rincón guardaba un hermoso momento… y ahora, hasta las sombras de los muebles le parecían tan vacías.
Fue entonces evidente que su mejor opción era abrir la tienda. Al menos se distraería de los recuerdos, era un martirio quedarse un instante más ahí.
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Al llegar puso música y comenzó con el inventario de fin de año, antes de que se acortaran los días. Acercó la silla a la ventana para poder subirse y alcanzar los estantes de arriba. Al voltear la mirada para buscar la libreta notó la deliciosa y hermosa silueta que se dibujaba en el cristal, siempre con pasos firmes y apresurados. El rojo de su abrigo resplandecía contra el gris húmedo del pavimento. Iba a cruzar la avenida. Salió del trance, suspiró y bajó de la silla. Puso el seguro en la puerta y se encerró del otro lado de la habitación. No podía lidiar con ella ahora, con su falso pésame adornado por sus labios pronunciando dulcemente cada letra.
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Tal vez después no importaría. Miró fijamente por la ventana de la cocina, directo al cielo de la mañana. Probablemente olvidaría este momento después. La mente de inmediato la llevó hasta la respuesta. Fue cuando Delia y ella vivieron en un sótano dentro de una tienda de abarrotes. Su madre y los abuelos habían pelado, nunca supo por qué. Incluso esa época lúgubre y triste –recordaba mucho el llanto de su madre arrullándole por las noches-, venía a su mente con nostalgia y ternura, felicidad. Porque habían sido ella y su madre contra el mundo.
“Oh Herb”,la sombra que producía la luz del exterior oscurecía el color de las paredes, aún más agrietadas que días antes. Bajó la fuerza de la luz en los focos hasta que se apagaron por completo. Allí, sentada sobre la silla del comedor, sintió a Herb cerca, como no lo había sentido desde que era niña, con una brisa de seguridad y espontaneidad; de confianza y fortaleza. El duelo de perder poco a poco a la familia los acompañaba. No quiso dormir en su cuarto, tomó una cobija y se acurrucó en el sofá de la sala. Imaginó la voz de Papá Pedro contándole una historia: de cómo un día encontró uno de los tablones de Herb protegiéndola de una rama que había caído justo sobre la cuna. Los tablones le arrullaron hasta que pudo dormir.
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Soñó con aquella noche: el fino golpeteo en el cristal de la ventana. Su madre la había enviado a la cama una hora antes. Estaba a punto de quedarse completamente dormida cuando volvió a escuchar el sonido. Creyó que lo imaginaba hasta que vio el resplandor de una luz, se encendía y apagaba de una manera particular. Cada año la escuela ofrecía una plática de primeros auxilios durante la temporada de niebla, una de las lecciones incluía pedir ayuda con la luz de una linterna, utilizando la misma secuencia.
Volteó el cuerpo y miró el reflejo de la luz dentro de su habitación. Se puso de pie y fue directo hacia su ventana. La vecina de la calle de enfrente, Sandra, sentada en el filo con linterna en mano. Aunque estuviese oscuro y casi no pudiera verla, confío en sus ojos. Sandra escribió algo en una hoja de papel y lo colocó sobre la ventana: “Ven”.
Pudo haberse quedado en casa e ignorarla, volver a la cama y dormir pero no lo hizo. Quedó hipnotizada con la idea de que Sandra le hablara, la compañera de escuela que nunca le dirigía la palabra, que sonreía a todos. De ojos grises y hermosos, piel de porcelana con finos trazos de color durazno, cabello resplandeciente y dorado bajo la luz del sol. Emma se preparó para salir: chamarra, guantes y una linterna.
Era el primer día de niebla y aún no espesaba ni descendía lo suficiente. Estaba más oscuro de lo que pensaba, casi no podía ver el rastro de sus pasos al caminar por la nieve. Pasos que comenzaron a fallarle, la nieve se derretía pero no en forma de agua sino de arena movediza que poco a poco la devoraba. Quiso gritar pero el sonido penetrante de una trompeta impedía que alguien la escuchara. Iba a morir. Pataleó fuertemente como si fuese posible liberarse, la trompeta penetraba en sus oídos hasta adentrarse a su cerebro. No podía dejarla de escuchar.
Despertó y volteó a ver el teléfono, la pantalla mostró dos llamadas perdidas y un mensaje de voz. Sandra había llamado, sonaba tranquila, quería pasar en algún momento de la noche. Emma respondió con un mensaje de texto, cada letra escrita por sus nerviosas y torpes manos pretendía demostrar una seguridad y confianza inexistentes.
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Al día siguiente llegó puntual, con un pay de queso y zarzamora en mano. Emma quiso abrir la puerta desde el momento en el que escuchó sus tacones subir por los escalones del pórtico pero su corazón la detuvo durante un par de segundos. Le parecía tan ridículo y doloroso, emocionarse tanto por escucharla llegar y tener que fingir una sonrisa. Quería besarla y alejarse de ella.
El tiempo le había venido de maravilla. Un rojo vibrante tapizaba de color sus hermosos labios que enmarcaban una sonrisa torcida y deslumbrante. Parecía que no quería sonreír. De inmediato le entregó el pay y entró a la casa. Su mirada fue de las paredes a la chimenea y de ahí a la urna que guardaba las cenizas de Delia.
“Lamento mucho tu pérdida. Mi más sentido pésame”. Quiso acercarse pero titubeo y Emma hizo lo mismo, un centímetro más y terminaría corriendo hacia a sus brazos.
Emma se sentó en el sofá individual y Sandra hizo lo mismo en el sillón más grande. “Qué pena, ¿te gustaría un poco de agua?”. Preguntó Emma nerviosamente, se puso de pie rápidamente y fue directo a la cocina sin esperar una respuesta. “Tal vez ¿un poco de pay?”, continuó. Evitaba hablar de lo que Sandra había venido a contarle, porque sabía que venía a decirle algo importante. Sirvió dos vasos con agua y partió dos pedazos de pay. Los colocó sobre la mesa de café y volvió a su asiento. “Gracias”, le respondió Sandra de inmediato. Emma sintió su mirada penetrante, como si estuviese analizándola, tratando de buscarle algún defecto.
“Bruno y yo nos estamos divorciando. No tienes idea del drama que su madre ha armado. Insiste en que Ana se quede con ellos.” Ana era su hija. Bruno y ella se habían casado cinco años antes. Sandra siguió hablando pero Emma había dejado de escuchar, su mente no podía dejar de pensar en que estaba ahí, en su casa, sentada en su sofá. Sandra, contándole otra historia como en los viejos tiempos, había imaginado ese encuentro obsesivamente y ahora que sucedía lo sentía todo tan falso. ¿Acaso era posible que Sandra haya quedado tan sola que ahora Emma se convertía en su única amiga? Justo cuando Emma comenzaba a sentirse un poco más tranquila, Sandra dejó de hablar. Miró a Emma fijamente a los ojos y se arrimó a la orilla del sillón.
“Sé que esa noche te dije que nada cambiaría y que todo seguiría igual. No fue así”. Dijo Sandra. Pero eso no era lo único que había pasado, o no lo más importante para Emma. Ella aún recordaba vívidamente las últimas horas de aquél día. Desde el baile que habían tenido a solas hasta despertar a su lado. La sensación de la piel de Sandra sobre su cuerpo, piel, labios, había sido algo que ni su mente ni su cuerpo había podido sentir antes, ni después. Estaba tan segura de que sería la única vez en la que se habría enamorado.
“Pero después me enviaste esa carta tan ridícula que…” continuó Sandra. Emma sintió una punzada en su pecho y un enorme hueco en su estómago. La garganta seca, no podía respirar. No podía con ella, no ahora. Quiso salir corriendo. “Y te quedaste”, terminó Sandra. “¿Por qué te quedaste?” preguntó. Emma la miró fijamente, le tomó lo poco que le quedaba de cordura y con un tono moderado y tranquilo respondió “Madre me lo pidió”. Sintió como si su madre le propinara una patada en la espalda. La sangre inundó su boca con el poder de la mentira pero no podía dejarle saber la verdad. Hubo un silencio durante un par de minutos en el que ninguna supo qué decir. Emma bebió agua.
“La razón por la cual estoy aquí es porque ésta vez quiero ser sincera”. Dijo Sandra. Entonces no había sido sincera antes, qué había sido entonces. Sandra le buscó compasión con la mirada. “Me gustaría que las cosas fueran como antes, ¿recuerdas lo cercanas que éramos?” terminó de decir.
Cómo podía olvidarlo si no pasaba día en su vida sin recordar algún momento que había vivido con Sandra. Aunque Emma era una mujer atractiva, vivía y experimentaba y no cerraba su mente a nada; ningún momento había trascurrido tan mágica e intensamente como cada instante que había vivido con Sandra. “Por supuesto”, respondió Emma, trató de no sonreír pero los recuerdos le provocaban una reacción parecida.
“Quiero que seamos amigas, como solíamos ser”. En ningún otro instante previo había observado tal luz de sinceridad en su mirada, era como si en realidad la necesitara. Incluso aunque Emma se hubiese hecho a la idea de volver a tenerla a su lado, siendo simplemente ella, no era posible ni probable. Tenerla de frente, sentada al borde del sofá no le provocaba otra cosa que rabia y deseo. Eso no era amor, muchísimo menos amistad.
Emma sentía que Sandra había ido hasta su casa a burlarse de ella, que lo previamente vivido carecia de importancia. Y la ridícula carta… Pensar siquiera que aún la recordaba como algo ridículo, ¿después de tanto tiempo? ¿por qué mencionarla? ¿Qué clase de amistad le ofrecía? No era real, nada lo era.
“Por supuesto”, respondió Emma. Qué más podía decirle si a Sandra no le había negado nunca nada.
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La observó entrar a su auto desde la ventana. Esperó hasta que el coche dio la vuelta en la esquina para llorar. Quería irse de allí, morirse.
Caminó hasta su cuarto y tomó su bolso. Iría directo al auto y se aventaría al lago, ¿qué caso tendría quedarse si ya no había nadie? Y Sandra no era ningún consuelo. Sandra era el demonio y no podía dejar que la controlara. ¿Pero no era eso lo que ahora hacía? Se dejaba llevar por la emoción de verla y quería terminar con todo, sólo porque no le daba la respuesta que esperaba.
Intentó abrir la puerta pero Herb no se lo permitió, la había cerrado con seguro y la llave no servía.
“Herb, por favor” pero él sólo cerró ventanas y cortinas. Emma tomó una silla del comedor y la aventó contra la ventana del cuarto pero no la rompió, fue la madera de la silla lo que se hizo pedazos al llegar al suelo.
“Herb ¡basta!, necesito irme”. Todo se oscureció, no podía ver nada.
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Estruendos, lluvia dentro de la casa. Relámpagos por doquier, Papá Pedro caminaba sin dirección por el campo en las afueras de la casa, totalmente perdido, con la mirada en un lugar a millones de años de distancia. Una de las tormentas más peligrosas en el año cambiaba de dirección rápidamente hacia Solinda. Alertas eran anunciadas por la radio local, todos debían dirigirse a los albergues, no muchas casas podrían con la fuerza de la tormenta. Delia salió de la tienda pero la lluvia pronto se convirtió en diluvio.
Lo vio desde lejos, caminando sin rumbo. El agua casi no dejaba verle nada pero corrió a abrazarlo. A gritos le preguntó por Emma, quien todavía dormía en el cuarto de arriba. Un trueno y silencio, hasta la lluvia había dejado de caer por uno o dos segundos, tiempo suficiente para que se iluminara el cielo, hermoso y azul, estrellado, inundado en furia. La madera del techo quebrajándose bajo los árboles que un día protegían a Emma ahora amenazaban con devorarla y destruirla.
Delia sacudió fuertemente a su padre quien volvía a tierra. ¿Emma? Dormía adentro, en el cuarto falto de techo. Corrió hasta que dejó de sentir las piernas, tenía que llegar sin importar lo que fuera, cayó un par de veces pero se puso de pie enseguida. Le peleó a la lluvia y la lluvia sabía que esa noche no podría con ella.
El roble donde Papá Pedro había pensado construir una casa de árbol era sacudido por la fuerza de la tormenta, una de sus ramas amenazaba con caer sobre la cuna. Los enormes ojos negros de Emma eran hipnotizados por su movimiento. Lo recordaba todo, el agua cayendo sobre sus mejillas en forma de caricias, la lluvia no la lastimó. Las ramas bailaban para distraerla y Herb luchaba por sacar el agua que ahora subía lentamente por las escaleras. Le tomó toda su fuerza pero se movió, se levantó desde sus raíces en el fondo de la tierra y caminó, un par de pasos máximo pero así pudo deshacerse del agua. Delia lo vio, también Papá Pedro y aunque nunca hablaron de ello sabían que había sido cierto.
Delia entró en Herb, subió corriendo hasta el cuarto y tomó a Emma, ella y Papá Toño bajaron hasta el sótano y se quedaron en silencio. Delia y Emma se habían ido a vivir a la tienda después de eso.
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“No voy a suicidarme pero necesito salir y necesito tiempo”. La luz volvió a la casa. “Te amo pero necesito tiempo”. Terminó de decir. Herb abrió la puerta.
Subió al peñasco, se podía ver Solinda y el río. Aun así quería desaparecer. Ese sentimiento no podía ser ignorado. En su mente no existía una respuesta concreta, lo único que sabía era que Solinda le producía un sentimiento de vacío y hartazgo, necesitaba cerrar ese círculo, fuese con su vida u otra cosa. También sabía que no estaba sola, tenía a Herb y tampoco podía dejarlo allí.
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Al llegar dejó caer una maleta con herramientas, una sierra, sogas, cadenas. Cerró la puerta con seguro, las ventanas y cortinas. “Estoy pensando en hacer un viaje, fuera de aquí. Amo Solinda Herb pero quiero salir de aquí, nunca debí quedarme y ahora lo sé”. Observó cuidadosamente alrededor de la sala, las fotografías de Mamá Carmen sobre la chimenea, los cuadros de su madre Delia, que en algún punto de su vida se había aventurado a pintar. El barandal de madera, los escalones, el papel tapiz de más de treinta años. “Podríamos tomar este viaje juntos, remar sobre el río y llegar hasta el mar. Compré algunas herramientas y… También te puedes quedar”. No supo qué más decir después de eso.
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Temprano en la mañana había ido a comprar el resto de los tablones y herramientas que necesitaría para armar el casco de lo que sería un enorme barco o bote. Los veranos que había pasado en el puerto finalmente le serían útiles, pensó. Al terminar de meter el resto de las cosas en la camioneta observó el auto de Sandra estacionarse en la tienda de abarrotes. La niebla llegaría al día siguiente y todos debían abastecerse. Las tiendas, restaurantes, carretera y avenidas permanecerían cerradas durante los próximos diez días.
Llegó directo al sótano y empezó quitando algunos tablones de madera que servían como papel tapiz. Debía salir con Herb antes de que terminara la temporada de niebla, esa sería la única forma en la que podrían salir de Solinda sin que nadie los viera. Aunque sería divertido, pensó, que todo el pueblo fuera testigo de tal acontecimiento. Una casa flotando sobre el río, capitana Emma sobre el techo.
Un par de horas después ya sólo quedaban tablones que cubrían un enorme pilar en el centro. Al quitar el primer tablón Emma notó la raíz de la casa, era diferente a cualquier otra raíz de árbol que hubiese visto antes. De un color café muy oscuro y enormes manchones claros con líneas verticales y horizontales. Siguió removiendo los tablones hasta que descubrió un enorme dibujo finamente tallado en la raíz de Herb: un hermoso retrato familiar. Ahí estaba Papá Pedro, mamá Carmen, los gatos: Aurelio y Tomás que habían fallecido años atrás. Su madre Delia sentada en el borde de una silla y Emma, recargada sobre una de las ramas de Herb, tenía espacios en blancos sin terminar de dibujar.
Tuvo que hacerse un poco hacia atrás para apreciar el enorme dibujo, después se puso a llorar. Encendió un cigarrillo, las manos le temblaban pero no podía apartar la mirada. Toda su vida reflejada sobre las entrañas de Herb. Ya sólo quedaban ellos y su futuro era incierto. Miles de preguntas inundaron su cabeza: ¿Qué ríos navegarían? ¿llegarían hasta el mar? ¿y si Herb perecía? No podía verlo sumergirse lentamente hasta el fondo del mar, no después de todo lo que habían vivido juntos.
Tocaban a la puerta, se tardó en reaccionar. Apagó el cigarrillo y subió las escaleras. Era Sandra.
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Una hora después, en la segunda copa de vino, entendió por qué estaba en su casa. No había vuelto desde que habían terminado la preparatoria, el que se suponía era el último día en que se verían. Y por eso estaba ahí, porque finalmente ese sería el último encuentro de sus vidas.
Fue eso lo que la obligó a apreciarlo todo. El movimiento suave de su cabello, rizado y dorado al bailar una canción. La risa estruendosa, sus labios rojos y delgados. El tono de su voz, la blancura y delgadez de sus manos. Las hermosas pecas adornando cada poro de su piel.
“Esta es una canción que en definitiva debes recordar”, dijo Sandra levantándose torpemente de la mesa, fue directo a la repisa donde reposaba el reproductor de música y las bocinas. Los violines y la dulce voz de Siousxie Sioux comenzaron a sonar: Love crime. Era la misma canción que tanto trabajo les había costado aprender siete años antes. La ponían en repetición continua hasta recitarla con la misma sensualidad.
Sandra se acerco lentamente a Emma pronunciando enfáticamente cada palabra de la canción, se miraron a los ojos. Sandra le sonrío y el cuarto entero se iluminó con un millón de destellos.
“Ruégame como esa vez”. Le dijo cuando se hincó frente a ella, a unos centímetros de distancia. Le tomó las manos y la acercó a ella.
“¿Cambiaría algo?”, le respondió Emma quien no podía quitarle la mirada de encima, sus labios, tan cerca, su perfume, era ella, siempre había sido ella. Hasta que no lo fue más. “No lo creo”, terminó de decir. Se puso de pie y dejó a Sandra en cunclillas, mirando hacia la nada.
“Me tengo que ir”, y después cerró la puerta.
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En el instante en el que entró en Herb sintió algo extraño que no había sentido antes. De inmediato pensó que se trataba de un intruso. Tomó un paraguas del canasto cercano a la puerta y miro hacia todos lados. Fue detrás del sofá, nada, lo mismo en la cocina, todo parecía vacío.
“¡Será mejor que salgas porque si te encuentro no la cuentas, mano!”, gritó. Al acercarse a las escaleras escuchó el agua corriendo en el baño, subió.
Abrió la puerta, el baño estaba lleno de vapor y la regadera corría. Recorrió la cortina, no había nadie. Cerró la llave. No era la primera vez que algo así ocurría, era la manera sutil en la que Herb comunicaba la falta de higiene de alguno de sus inquilinos.
“No estoy tan sucia, amigo”, dijo en voz baja.
Volteó la mirada y observo el espejo del baño, tenía un mensaje: Te toca vivir tu vida. Tardó un instante en reaccionar y bajó rápidamente al sótano, las herramientas habían desaparecido, alguien había colocado de nuevo cada uno de los tablones.
Era tiempo de partir.