Nuestro recuerdo me hierve desde las entrañas. “Escapa…”. El color de tus labios me rompe el alma. Se sumerge en mis pensamientos obligándome a olvidar todo. Como la mirada del enfermo, existe alrededor tuyo una atmósfera casi imperceptible de fracaso e inocencia, de tristeza.
Sabes exactamente qué es lo que te sucede, sólo no quieres verlo. No pudiste soportar que ella fuese más que tú, tenías que llegar contoneándote, haciéndote absolutamente presente, dejándome de lado todo lo demás.
Pero hay en ti una absoluta belleza que me hipnotiza, estoy segura que no son sólo ideas mías. Los he visto mirarte, a cada uno de ellos cuando entras en algún lugar.
Las palabras no se esconden detrás de tus labios, que ya no saben decir nada, sino de tu avasalladora mirada que me obliga a callarme cada instante en que te observo. “No te engañes”, me digo; que es más allá de tu figura lo que impone este silencio, es mi temor golpeándome directo al estómago, alzándome el rostro con tus manos y soltándome sin más.
Oh, querida mía, no puedo decirte de frente nada de esto. No porque no pueda, sino porque deseo que no lo escuches nunca, porque anhelo tanto que abras tus ojos… Déjame intacto el recuerdo de lo poco que me diste aquella vez.
Tu sonrisa, las dulces pecas que adornan tus mejillas, el ritmo de tu andar, imágenes que se presentan intermitentes a lo largo de mis días, patadas de ahogado de un amor condenado al fracaso, reflejo innato de todo lo que hago y no he podido ser.