Autorretrato

Nací con una herida que no sólo es mía, le pertenece a mi madre, a mi abuela, a su madre, y así… Hasta sentirlas todas y al mismo tiempo. Nací enferma y con demonios que tampoco son sólo míos.

No lo supe hasta que aprendí lo importante que era pedir ayuda. Lo hice después de uno de los incidentes que cambiaron el curso de mi vida. Tenía quince años, estaba en una fiesta con quien fue mi primer amor. Risas, baile, drogas, alcohol. Me pasé de cubas y pastillas y terminé en el hospital. Desperté una semana después, con una larga sonda que empezaba en mi nariz y terminaba en mi estómago (o al revés).

No tenía a ningún familiar cercano pero entre la inconsciencia recordaba las voces de mis hermanos. Al darme el alta me entregaron mis cosas en una bolsa y un sobre, la enfermera me sonrió cuando me dijo: tus papás te esperan en tu casa. Al caminar de regreso me sentí culpable del enorme fracaso que había sido este tercer intento de muerte.

El primero no fue inflingido, sino más una consecuencia. El preludio que inauguraría el concepto de mi existencia: sobrevivir.

Al nacer, la combinación negativa/positiva de sangre entre mis padres me provocó eritroblastosis fetal. Doctores y enfermeras se apresuraron en limpiar mi sangre, eran momentos cruciales de los que dependía mi vida. Todo esto sin conocer el toque materno, ese primer beso y cercanía con quien había sido, hasta entonces, la dueña de mi cuerpo, y quien ahora no me reconocía, vínculos faltantes de los cuales aún somos víctimas.

Después de meses en la incubadora, sobreviví. No se confundan, que esta historia no está escrita por una figura fantasmagórica, o bueno, no un fantasma como el que se conoce. Soy invisible a muchos ojos y tampoco son la única.

El segundo intento nació de mi propio pensamiento. Un impulso que vino a levantar mi cuerpo para cruzar la avenida con los ojos cerrados. Tenía cinco años y ya estaba cansada de guardar el más grande secreto me contenía. Conocer y aprender la diferencia entre lo que era un pene flácido y un pene erecto.

El auto frenó a tiempo. Mi abuelita salió corriendo por mi. Nunca me preguntó por qué lo hice. En la familia no se habla de esas cosas.

El tercer intento no ha sido el último pero tampoco los recuerdo todos. No es que ande coleccionándolos como colecciono palabras. Antes quería olvidarme de ellos, de mi pasado, comenzar de nuevo siendo otra persona. Una fantasía imposible de la cual ya me he podido olvidar.

Tampoco soy especial, esa ha sido la etiqueta que ha causado conflicto y estrés incontrolable. Ese quien me hacía guardar los secretos me llamaba “su escuincla especial”.

Así que un día, con toda la calma que pude demostrar, me acerqué a mi madre para pedir ayuda. —Pero no la tuya, le dije, sino la de un profesional—.

—¿Por qué?, me preguntó ansiosa, ¿vas a hacerlo de nuevo?

Me fui. No pude hablarlo con mi madre y ha sido ella con quien más necesitaba platicarlo.

Como pude, otra vez, aquí estoy. Enferma aún, sí, tratando de apagar las voces con bromas, chistes, poemas, letras, historias, literatura, amigos, con amor. Aunque aún añoro la soledad de una habitación vacía con luces apagadas, del escenario que descansa bajo el manto estelar de la noche; en donde nadie me escucha gritar y son estas voces el estruendo que ruge, seductoras palabras que han sido la leche materna que me nutre.

A lo largo de mi viaje mi mente ha vivido con la idea de que no soy la única, de encontrarle el dueño verdadero a cada uno de los demonios que adornan mis madrugadas. Así que me puse a escribir sobre ellos, hipnotizada por las emociones que provocan, emborrachada por los diálogos y las conversaciones entre ellos, y yo.

Con el paso del tiempo aprendí sus nombres, demonios reales: bipolaridad, depresión, ansiedad, patriarcado, misoginia, abuso sexual, esquizofrenia, invisibilización, clasismo, discriminación, muerte. Algunos sólo puedo sentirlos yo, con otros comparto batalla con hermanas que viven lo mismo. Entonces no estoy sola.

Escribo sobre mi vida porque siento que algún día voy a olvidarme de ella y la historia morirá conmigo. Así de alguna forma, la historia podría continuar sin mi porque tendría vida propia.

La interminable batalla entre la existencia del ser, la muerte, el sobrevivir. Siempre en modo combatiente y no soy la única. Estoy cansada porque antes mi cuerpo caminó veredas y montañas de las que mis pies ya no se acuerdan.

También estoy cansada de mi. Del constante ir y venir entre “Estás del culo, Mónica”, al “sé gentil contigo misma”. Del “no mames Mónica, estás bien pendeja y la estás cagando”, al “te amo cabrona y en esta vida estamos solas”. Cansada de todo el tiempo imaginar el peor escenario y creérmelo. Que si mi madre no me abre la puerta de su casa es porque está muriendo en el baño ha causa de una embolia y no porque está haciendo yoga con los audífonos puestos.

No soy un fantasma por convicción, sino porque así me han querido ver. Porque me ignoran, porque  tengo “exceso de sensibilidad”. Se rehusan a escucharme, a escucharnos, a percibirnos, a vernos como personas. Y ese es un problema que nadie más quiere ver. Antes una se desgarraba por ser vista o reconocida. Hoy lo único que queremos es permanecer con vida.

Por eso cuando salgo a las calles a gritar, sé que no soy la única, cuando leo a Elena, a Rosario, a Nahui, a Pita, o a mis compañeras hermanas escritoras, sé que no estoy sola.

Nací con heridas abiertas, con demonios que no son sólo míos, pero también nací con amor, algo que empezó como algo muy pequeñito aquí adentro, que yo misma he cuidado y regado hasta convertirse en la hermosa enredadera que es hoy. La que quiere consumirlo todo.

Sobreviví y lo seguiré haciendo, esta misma lucha que no solo es mía: mantenerme con vida.

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