Notas Adhesivas

Collage by @Monicaesan

Bajando del vagón pausa la música. Quita los audífonos. No confía en escuchar música cuando camina en una calle oscura, aunque sean un par de cuadras dentro de su barrio, para ella la calle no es segura.

Sale del metro, mete sus manos dentro de los bolsillos de su abrigo, en la mano derecha sostiene un gatito autodefensa, arma que compró en un mercado feminista. Camina de prisa, hay algo que no le vibra. Da vuelta a la derecha, la persona que camina detrás de ella lo hace también. Sospecha algo pero no quiere pensar lo peor. En la puerta de su edificio voltea para todos lados, no hay nadie cerca. Suspira.

Ya en su pequeño departamento de veinticinco metros cuadrados (que comparte cocina con el departamento de junto), ve un episodio de su serie favorita The Office mientras se come un tamal, obsequio que le dejó la vecina en la mesa de la cocina.

Despierta al día siguiente con una nota adhesiva pegada sobre la tele: “Pon a hervir tu copa menstrual”. La letra no es de ella. Va a la cocina, al baño. No hay nadie más. Sí, su periodo se aproxima y ya había pensando antes que tenía que poner a hervir su copa. Tal vez lo anotó antes de dormir…

Dos días pasan. Todo normal. Va al trabajo, regresa, se encuentra con la vecina que le comenta que anda con mucho dolor de cabeza y náuseas. Le ofrece ir a la farmacia a comprarle algo para el dolor. La vecina tiene setenta y cinco años y no puede caminar tan fácil. Le regala chicharrón en chile verde para cenar. Come mientras ve otro episodio de The Office.

Despierta, toma una ducha, cepilla sus dientes, peina su cabello. En la cocina, sobre el refrigerador otra nota que dice: “Salva tus documentos”. El corazón le late tan de prisa que cree que va a desmayarse, arranca la nota del refrigerador, se sienta en el sofá cama. Alguien más entra al departamento mientras duerme. No puede ser la vecina, ella no haría algo así, tal vez fue el hombre que la iba siguiendo hace un par de noches.

Prende su computadora y va a la tienda en línea a comprar una cámara que sea discreta y ser pueda esconder fácilmente. Encuentra una. La pide para el día siguiente.

Le tiemblan las manos. Debe decírselo a alguien. En el grupo de amigas les escribe que se ha encontrado dos notas en su departamento con letra que no es la suya. La tranquilizan, una de ellas le marca por teléfono y se ofrece a quedarse con ella esa noche.

Al día siguiente no hay nota. Le pregunta a la vecina, ella tampoco fue. Por la noche, mientras ve otro episodio de The Office, instala la cámara.

Dos días después despierta con dolor de cabeza y una tercera nota sobre el espejo del baño: “NO ME DEJAN HABLAR CONTIGO Y NECESITO PROTEGERTE”. Ansiedad, opresión en el pecho. No puede moverse. ¿Quién le está haciendo esto? ¿Quién quisiera torturarla así? Tal vez su ex “Santi”. La había amenazado antes. Por primera vez desde que se mudó a ese departamento se siente insegura en su propia casa.

Prende la computadora, quiere checar los archivos de la cámara. Abre la carpeta del programa y no encuentra ningún video. Va hacia la papelera de reciclaje y la encuentra vacía. Alguien borró los archivos de la computadora. Le falta el aire.

Veinte minutos después le llega mensaje de su amiga. “Santi” anda en Argentina. No pudo haber sido él, entonces fue el wey que la seguía. Le toca a la vecina para preguntarle si no ha visto a nadie sospechoso en el edificio. La señora no abre la puerta. Empieza a pensar lo peor.

Despierta con migraña, es domingo. Se viste. Abre la puerta, va a tocarle a la vecina. Cuál es su sorpresa al ver que sobre la puerta está pegada una nota adhesiva en blanco, voltea a ver las puertas de los otros departamentos, todas tienen pegada una nota adhesiva en blanco, incluída su puerta.

No sabe qué hacer. Siente que se está volviendo loca, vuelve a escribirle a sus amigas pero es muy temprano y nadie le contesta. Marca al 911 y pide por una patrulla, les dice que está preocupada por su vecina.

Los policías la entrevistan, ella les dice que la vecina no le responde desde ayer y que eso es raro porque la señora ya no puede moverse lo suficientemente bien como para salir. Les confiesa que tiene una copia de las llaves pero le da miedo entrar. Cuando los policías regresan le dicen que la señora falleció de lo que parecen ser causas naturales.

Pero cuando le piden reconocer el cuerpo sobre la camilla, Reina ve marcas extrañas en el cuello. Alguien la ahorcó. —¿Dónde la encontraron?, le pregunta a los policías.

— Sentada viendo el televisor.

Algo no cuadra, piensa Reina. Regresa a su departamento a llorar. En los cortos tres años de conocer a la vecina se había convertido en una figura materna. La iba a extrañar. Se siente totalmente desorientada.

Después de varias horas las amigas le aconsejan salir y quedarse en la casa de alguna de ellas. Reina no sabe que ha pasado tanto tiempo. Comienza a recoger la casa con las manos temblorosas. Agarra algunos platos, los deja sobre la mesa, sigue llorando. Ve un vaso sobre el mueble de la tele, lo agarra, agarra también los trastes de la mesa, va la cocina y ve a la vecina de pie frente a la estufa. Grita y tira los trastes. Abre los ojos y la vecina ya no está. Va por su cel y le marca a sus amigas pero ninguna le contesta. Se siente mareada y con náuseas. Necesita descansar. Se acuesta y cierra los ojos.

Veinte minutos después una de sus amigas marca a su teléfono, Reina está plácidamente dormida. Después de tres intentos la amiga le escribe: “Reina, necesitas salirte de ahí, le platiqué a mi tía Doctora lo de las notas adhesivas y me dijo que podrías tener intoxicación por monóxido de carbono. Vamos en camino por ti”.

Seudónimo: Mayor Nasser

Negrura

ELLA entra en la habitación con el rostro escondido en el cuello de su chamarra. No puede más. Hoy es el día. Esta noche es la noche.

Se sienta en la cama, mira su reflejo en el espejo que tiene frente a ella. ¿Qué pasó?, se pregunta, ¿dónde perdí todo?.

Llora, las lágrimas resbalan sobre sus mejillas. Solloza. Recuerda los momentos felices que vivió con Felipe: la proposición de matrimonio, los fines de semana en Cuernavaca, las carnes asadas en el patio de su casa. El momento en el que supo que estaba embarazada.

No se quedó con nada más que con ella. No hubo bebé ni matrimonio.

Abre su mochila, saca una botella de agua y un bloc para escribir notas. Empieza su carta.

No quiere echarle la culpa a nadie más que a ella. Desde un principio no se imaginó cansándose con alguien, por eso lo de Felipe la tomó desprevenida. Cinco largos años han pasado, él es otra persona y ELLA sigue siendo la misma.

Pide disculpas, como hacen todos. También pide que no le lloren. Para su funeral le encarga a su mamá poner su música preferida. Especificamente “paranoid android” de Radiohead, cuando transformen su cuerpo en cenizas.

Es el momento, piensa. Es ahora o nunca. Suspira, vuelve a mirarse el rostro. Se pone de pie y se acerca al espejo hasta perderse en el reflejo de sus ojos. Te odio, se dice antes de voltearse y volver a la cama.

De la mochila saca un bote con pastillas. Vierte unas diez sobre su mano.

No soy nadie, piensa.

Nunca lo fuiste, se dice.

No eres nadie, replica.

Y no serás nadie nunca, se vuelve a decir.

Cierra los ojos, vuelve a soltar un suspiro, alza la vista hacia el techo, al bajar la mirada hacia las pastillas nota algo inusual. Regresa la vista, especificamente a la esquina en la que converge con la pared. Hay una raya negra que no estaba ahí antes.

Guarda las pastillas en el bote, se acerca a la esquina entre el techo y la pared. Observa una pequeña línea negra, de a lo mucho cuatro centímetros, tal vez una rayadura de plumón.

Jala la silla de su escritorio, se sube. La raya es una grieta. Tal vez una fisura. Va a la cocina por clavos y martillo.

Se imagina abriendo la fisura hasta tumbar la habitación. Desea que su final sea rápido e indoloro. No como la vida. Una cascada natural de inseguridades y manías.

El clavo traspasa la fisura sin alboroto. Suave como mantequilla. Algo extraño, pensó.

Baja de la silla y toma el celular de adentro de la mochila. Busca en internet: fisuras o grietas. Todas son diferentes, ninguna como esa, perfectamente lineal.

Suspira. Tal vez hoy no sea el día, ni esta noche, la noche. Vuelve a leer su carta, la rompe en pedazos. Mueve las cobijas de la cama y apaga la luz para poder dormir, aunque dormir sea lo último que pase por su cabeza.

A la mañana siguiente la fisura ha crecido al doble.

No es posible, piensa, ¿habrá sido el clavo que usé?. Se pone de pie, va por la silla, se vuelve a subir. Toca la fisura con su dedo índice, mete su uña, no pasa nada. Baja, va por uno de los clavos, se vuelve a subir. Mete el clavo por la fisura, desaparece, no produce ruido, ahora es parte de la negrura.

Extrañada, se cuestiona lo que sucede. Recuerda que tiene un departamento vecino, tal vez el clavo ahora esté del otro lado. Sale de casa y toca la puerta, le abren.

—¿No tienes una fisura en la esquina de la habitación principal?, le pregunta. Lo pensé porque ambos compartimos una pared y de mi lado se ve muy clara.

El vecino lo niega todo pero la deja pasar hasta el cuarto principal. No hay fisura. La pared está intacta.

Se apresura para llegar a tiempo a la oficina. Aunque todo el día lo pasa imaginando las cosas que podrían estar detrás de la negrura.

Llega a casa, ahora la ranura es más ancha.

Tal vez quepa mi dedo, piensa. Y así pasa, el dedo traspasa la ranura, no siente nada, saca el dedo, intacto. Va por el martillo y un cincel. Hace de la ranura un hoyo donde ahora puede meter la mano completa, lo hace, la retira con miedo. ¿Podría meter el brazo? En el instante en el que ese pensamiento inunda su cabeza, un brazo atravieza la negrura y trata de sujetarla agresivamente. ELLA grita y cae de la silla. Golpea su cabeza.

Despierta, rápidamente vuelve la mirada hacia la negrura. De ella nace un bulto que va creciendo hasta transformarse en un rostro con la boca abierta. Pánico inmediato. Va por su celular para tomar una fotografía, no tiene pila. El rostro parece que grita pero su boca se abre y se cierra, como si hablara.

Estoy volviéndome loca, se dice y comienza a llorar. Busca desesperadamente las pastillas, las encuentra. Voltea a ver el rostro que realiza el mismo movimiento una y otra vez, sin producir sonido. Finalmente puede entenderle. La llama por su nombre: Ana.

Sin pensarlo dos veces vierte las pastillas sobre su mano y se atraganta con ellas. Toma toda el agua de la botella, cierra los ojos con fuerza, no quiere volver a ver el rostro ni la negrura.

El tintineo del metal cayendo al piso la despierta. Está en una inmensidad blanca, sin principio ni final. Lo único que puede observarse es una pequeña ranura en la (¿esquina?) de la blancura. Se acerca a ella, sobre el piso, aún danzando en un semi círculo, el clavo.

Alza la vista y de la negrura emerge un dedo, después una mano. Todavía tiene tiempo. Voltea a su alrededor, a lo lejos puede ver una silla, corre por ella, regresa cargándola hasta colocarla debajo de la negrura.

Todavía puedes detenerlo Ana, dice. Sube a la silla, mete su brazo en la negrura, puede sentirse a sí misma, quiere detenerse pero se zafa. Por favor no lo hagas Ana, se dice sollozando, ¡Ana!. Desesperada mete su rostro en la negrura, grita su nombre una y otra vez pero es demasiado tarde. Está muerta.

ELLA entra en la habitación con el rostro escondido en el cuello de su chamarra. Se ha sentido así antes y no puede más. Hoy es el día. Esta noche es… la noche…

El loop interminable del suicidio arrepentido,

espacio sin tiempo ni espacio entre la muerte y el limbo.