Negrura

ELLA entra en la habitación con el rostro escondido en el cuello de su chamarra. No puede más. Hoy es el día. Esta noche es la noche.

Se sienta en la cama, mira su reflejo en el espejo que tiene frente a ella. ¿Qué pasó?, se pregunta, ¿dónde perdí todo?.

Llora, las lágrimas resbalan sobre sus mejillas. Solloza. Recuerda los momentos felices que vivió con Felipe: la proposición de matrimonio, los fines de semana en Cuernavaca, las carnes asadas en el patio de su casa. El momento en el que supo que estaba embarazada.

No se quedó con nada más que con ella. No hubo bebé ni matrimonio.

Abre su mochila, saca una botella de agua y un bloc para escribir notas. Empieza su carta.

No quiere echarle la culpa a nadie más que a ella. Desde un principio no se imaginó cansándose con alguien, por eso lo de Felipe la tomó desprevenida. Cinco largos años han pasado, él es otra persona y ELLA sigue siendo la misma.

Pide disculpas, como hacen todos. También pide que no le lloren. Para su funeral le encarga a su mamá poner su música preferida. Especificamente “paranoid android” de Radiohead, cuando transformen su cuerpo en cenizas.

Es el momento, piensa. Es ahora o nunca. Suspira, vuelve a mirarse el rostro. Se pone de pie y se acerca al espejo hasta perderse en el reflejo de sus ojos. Te odio, se dice antes de voltearse y volver a la cama.

De la mochila saca un bote con pastillas. Vierte unas diez sobre su mano.

No soy nadie, piensa.

Nunca lo fuiste, se dice.

No eres nadie, replica.

Y no serás nadie nunca, se vuelve a decir.

Cierra los ojos, vuelve a soltar un suspiro, alza la vista hacia el techo, al bajar la mirada hacia las pastillas nota algo inusual. Regresa la vista, especificamente a la esquina en la que converge con la pared. Hay una raya negra que no estaba ahí antes.

Guarda las pastillas en el bote, se acerca a la esquina entre el techo y la pared. Observa una pequeña línea negra, de a lo mucho cuatro centímetros, tal vez una rayadura de plumón.

Jala la silla de su escritorio, se sube. La raya es una grieta. Tal vez una fisura. Va a la cocina por clavos y martillo.

Se imagina abriendo la fisura hasta tumbar la habitación. Desea que su final sea rápido e indoloro. No como la vida. Una cascada natural de inseguridades y manías.

El clavo traspasa la fisura sin alboroto. Suave como mantequilla. Algo extraño, pensó.

Baja de la silla y toma el celular de adentro de la mochila. Busca en internet: fisuras o grietas. Todas son diferentes, ninguna como esa, perfectamente lineal.

Suspira. Tal vez hoy no sea el día, ni esta noche, la noche. Vuelve a leer su carta, la rompe en pedazos. Mueve las cobijas de la cama y apaga la luz para poder dormir, aunque dormir sea lo último que pase por su cabeza.

A la mañana siguiente la fisura ha crecido al doble.

No es posible, piensa, ¿habrá sido el clavo que usé?. Se pone de pie, va por la silla, se vuelve a subir. Toca la fisura con su dedo índice, mete su uña, no pasa nada. Baja, va por uno de los clavos, se vuelve a subir. Mete el clavo por la fisura, desaparece, no produce ruido, ahora es parte de la negrura.

Extrañada, se cuestiona lo que sucede. Recuerda que tiene un departamento vecino, tal vez el clavo ahora esté del otro lado. Sale de casa y toca la puerta, le abren.

—¿No tienes una fisura en la esquina de la habitación principal?, le pregunta. Lo pensé porque ambos compartimos una pared y de mi lado se ve muy clara.

El vecino lo niega todo pero la deja pasar hasta el cuarto principal. No hay fisura. La pared está intacta.

Se apresura para llegar a tiempo a la oficina. Aunque todo el día lo pasa imaginando las cosas que podrían estar detrás de la negrura.

Llega a casa, ahora la ranura es más ancha.

Tal vez quepa mi dedo, piensa. Y así pasa, el dedo traspasa la ranura, no siente nada, saca el dedo, intacto. Va por el martillo y un cincel. Hace de la ranura un hoyo donde ahora puede meter la mano completa, lo hace, la retira con miedo. ¿Podría meter el brazo? En el instante en el que ese pensamiento inunda su cabeza, un brazo atravieza la negrura y trata de sujetarla agresivamente. ELLA grita y cae de la silla. Golpea su cabeza.

Despierta, rápidamente vuelve la mirada hacia la negrura. De ella nace un bulto que va creciendo hasta transformarse en un rostro con la boca abierta. Pánico inmediato. Va por su celular para tomar una fotografía, no tiene pila. El rostro parece que grita pero su boca se abre y se cierra, como si hablara.

Estoy volviéndome loca, se dice y comienza a llorar. Busca desesperadamente las pastillas, las encuentra. Voltea a ver el rostro que realiza el mismo movimiento una y otra vez, sin producir sonido. Finalmente puede entenderle. La llama por su nombre: Ana.

Sin pensarlo dos veces vierte las pastillas sobre su mano y se atraganta con ellas. Toma toda el agua de la botella, cierra los ojos con fuerza, no quiere volver a ver el rostro ni la negrura.

El tintineo del metal cayendo al piso la despierta. Está en una inmensidad blanca, sin principio ni final. Lo único que puede observarse es una pequeña ranura en la (¿esquina?) de la blancura. Se acerca a ella, sobre el piso, aún danzando en un semi círculo, el clavo.

Alza la vista y de la negrura emerge un dedo, después una mano. Todavía tiene tiempo. Voltea a su alrededor, a lo lejos puede ver una silla, corre por ella, regresa cargándola hasta colocarla debajo de la negrura.

Todavía puedes detenerlo Ana, dice. Sube a la silla, mete su brazo en la negrura, puede sentirse a sí misma, quiere detenerse pero se zafa. Por favor no lo hagas Ana, se dice sollozando, ¡Ana!. Desesperada mete su rostro en la negrura, grita su nombre una y otra vez pero es demasiado tarde. Está muerta.

ELLA entra en la habitación con el rostro escondido en el cuello de su chamarra. Se ha sentido así antes y no puede más. Hoy es el día. Esta noche es… la noche…

El loop interminable del suicidio arrepentido,

espacio sin tiempo ni espacio entre la muerte y el limbo.