Así vas a dormir

Lunes 20 de junio 15:00hrs 

—Mi tía Silvia siempre fue buena conmigo.  

Esta oración es intercambiable a madre, esposa, hermana, prima, amiga, hija… Hasta hoy pude darme cuenta que ella siempre estuvo feliz de verme, contenta de saber de mí… Me despido de una mujer admirable y amorosa.  

Perdona que no pude estar contigo antes… Gracias por todo tía— 

No se parecía a ella, pensó Aleida al mirarla por última vez antes de despedirse. Quiso tocar el fieltro de tela que acompañaba al ataúd, como si fuera un pedazo de su vestido. La sombra de ojos no combinaba con el atuendo y eso era algo que la tía Silvia había cuidado desde que se aprendió a maquillar. Los brazos moreteados, la raíz del pelo cano, la falta de máscara de pestañas. Le faltaba también la sonrisa, por muy estúpido que ese pensamiento fuera. La que yacía acostada era una muñeca sin alma. No era la tía Silvia. 

Descendió del escalón con el nudo en la garganta a punto de ser desparramado por el suelo. Cayó directo a los brazos de Hannah. En cuanto vieron llorar a Marta soltaron las lágrimas. Una de las dos primas a las que su mamá más quería … y ahora tenían que despedirse de ella. Del otro lado de la sala, dos mujeres observaron enfáticamente a la familia, especialmente a Hannah y Aleida.

Domingo previo. Diario de Aleida 

Hoy comenzó la vida sin la tía Silvia. Y no puedo dejarla ir sin escribirle algunas palabras… Por mucho que no sepa lo que tengo que decir. 

Mirábamos la película de -El Señor de los Anillos, el regreso del Rey-, cuando sucedió. Era la escena donde El Señor de los Nazgul le dice a Eowyn que ningún hombre es capaz de matarlo. El cabello rubio, los ojos verdes, la determinación en su mirada… me recordaron de inmediato a la tía Silvia. Y pensé que, así como Eowyn pudo atravesar el rostro de El Señor de los Nazgul con una espada hasta matarlo, seguro mi tía podría hacer lo mismo con la enfermedad…

Me enteré de su condición el sábado en metro Polanco. Me dijo mi hermana cuando salimos de la estación. Los ojos acuosos me revelaron que la situación era grave. Pobre de mi tía Silvia, pensé. 

Quién sabe cuánto tiempo estuvo enferma. Cuando la familia se enteró ya era demasiado tarde, esperamos la llegada de un milagro que no sucedió, tal vez no ocurrió de la manera que quisimos. Se fue en paz y comunión consigo misma, aunque infinitamente preocupada por sus hijos, especialmente por el primo. 

Para mi madre fue más que una prima. Fue su compañera de juego desde que tuvo memoria. Al llevarse tan sólo un par de años crecieron como hermanas. Nuestra familia, como muchas otras, es de esas en las que para organizar un cumpleaños tienes que considerar la agenda de cincuenta personas. Una hermosa colectiva de amor, comida, regalos, bebida, gritos, huercos correteando. Fue así como crecimos todos, nadie creció solo, y quien quiso estar sola, como yo, aprendió que la familia nunca te abandona (por mucho que así lo quieras). 

Compartieron bautizos, primera comunión, quince años, bodas, hijos, divorcios, segundas bodas. Compartieron pláticas y cubas.  

En Portales se agravó la cosa. En confidencia, para que no se enterara mi abuelita, (ella ya está muy mayor y cualquier noticia puede hacerla enfermar) me dijo mi madre que sólo estaban en espera del duro y definitivo desenlace. La espera… 

Como buena hija de mi madre, me desespera la espera. Desde niña he sido así. Crecer con Marta, una mujer hermosa y de carácter fuerte que ordenaba cómo tenías que vestir, pensar, comer, cuándo hablar y cuándo no. Escucharla decir “te esperas” era una oración final que solía venir sin recompensa. 

Entonces me pongo a recordar todos los momentos que viví con la tía Silvia, buscando de alguna forma conectar con ella sin estar a su lado, no es momento para tomarla de la mano, sus hijos quieren quedarse con ella el mayor tiempo posible. Por mucho que uno deseé verla, no es nuestro momento. 

Nuestro momento fue… Verla acercarse a la mesa con un enorme plato de cerámica ofreciendo pollo con mole o señalándote dónde estaban las tortillas. Que te apretara de los hombros cuando estabas sentada en la mesa. Observarla deslizarse por la vida llena de una enorme coquetería. Platicar con ella, abrazarla, mirarla servirse una cuba. Escucharla reír, cantar, decirle a cualquiera: “A mí explícamelo con manzanitas”.  

Tenía nueve años, tal vez más. Fui una niña callada, de personalidad controlada, rebelde a mi manera. Si me quería ir de algún lugar en el que estábamos, lo decía, pero pocas veces me hacían caso. Si quería dormir me juntaban dos sillas de la mesa y me acostaban. El tiempo para regresar a casa era impuesto por los adultos, ya fuera porque no había más de beber o porque ese último trago impediría el regreso a salvo. 

Esa noche, la noche de la que quiero hablar, ya me había quedado dormida. Me despertaron para decirme que ya nos íbamos ¿a dónde? A la casa, pues ni modo que a dónde. Mi tía Silvia y mi tío Rubén nos llevarían porque el tío estaba bien acostumbrado a manejar así, nunca le había pasado algo, ni le pasaría. Tus chavos siempre van a estar cuidados, terminó de decir. 

Nos detuvimos por unos tacos. Unos deliciosos tacos de pastor. De esos que rara vez comíamos porque no podíamos darnos esos lujos. Mi papá ya estaba dormido y mi mamá, con la cubita en mano le golpeó sutilmente para despertarlo. Pero él ya estaba más K.O que nunca. ¿De cuáles quieres mija?, me preguntó mi tío. Por supuesto que de pastor. 

Cuando regresaron, mi tía traía una muñeca muy bonita en la mano, envuelta en una caja de cartón con plástico, también varios atuendos para cambiarla. ¿Qué día era ese? ¿mi cumpleaños? Mi mamá le dijo que no había necesidad, “para qué te molestas”, balbuceó. Pero la tía Silvia se hizo de oídos sordos y me entregó mis juguetes. Emocionada abrí la caja de inmediato, le cambié ahí mismo la ropa. Ni cuenta me di que eran las diez de la noche y que al otro día me iba a costar trabajo levantarme para ir a la escuela. 

La tía Silvia fue así, siempre regalando sonrisas. Dando cuidado y amor. Tan amorosa la tía Silvia. Tan llena de energía y luz. Fue hasta su partida que me enteré que su nombre completo era Luz María Silvia. 

Pobre de mi primo, pienso al recordar esa anécdota. Porque si para mí ha sido una tía ejemplar y llena de bondad… Perder a una madre así, tan inesperado y sin saber de qué o por qué. 

Sorpresivo para mí porque me enteré el sábado. Para sus hermanas e hijos, tres meses tratando de descifrar una condición que aún permanece como un misterio. 

Mi tía Silvia, y lo digo con toda la certeza y sinceridad que albergan mi corazón, siempre me recibió con un abrazo fuerte, cálido, estremecedor, enérgico. No hubo un sólo día o noche en la que no me dijera lo bueno que era verme y saber de mí. Es imposible recordarla sin una sonrisa. 

Lunes 20 de junio 16:00hrs 

Qué horribles son los velorios, pensó Male, qué horrible escuchar a Rubén así, diciendo esas cosas. Ni caso tiene, pensó Aleida, qué pinche necesidad de estar diciendo ese tipo de cosas. Pero el tío seguía duro y dale con que él quería cambiarla de hospital, que desde el principio quiso llevarla al español. ¿Me entiendes lo que digo? seguía preguntándole a una amiga de la tía Silvia, quien con la mirada imploraba que alguien fuera a rescatarla. Nadie se acercó.

Ya estaban a punto de llevarse el cuerpo para cremarlo. Ni se sentían las horas, dijo Hannah, y empezó a describir cómo eran los velorios en Inglaterra. Usualmente la familia tiene que esperar una semana para realizar el velorio, la ceremonia duraba a lo mucho media hora. Después de eso todos se reunían en la casa del familiar más cercano al fallecido. Aquí no, llevaban dieciocho horas en el Panteón francés y Hannah pensó que era lindo que acompañaran durante todo ese tiempo al cuerpo. Porque es difícil despedirnos, dijo Aleida. Nos es tan difícil decir adiós que incluso tenemos un día al año en el que nos visitan nuestros muertos. 

Camino a la cafetería, Hannah y Aleida se dieron cuenta de que unas mujeres las observaban desde lejos, hablaban con la tía Petty, hermana de la tía Silvia. Qué raro, dijo Hannah, esas mujeres se nos quedaron viendo. Pero la mente de Aleida no conectó los puntos, ella estaba enfocada en Marta. 

Aleida y Marta habían tenido una relación complicada, especialmente cuando Aleida era una adolescente. Gritos, intentos de suicidio. Fue hasta que salieron de esa etapa que Aleida pudo entender lo difícil que debió haber sido para su madre tratar de ayudarla, querer salvarla, especialmente cuando Aleida no sentía ninguna esperanza por sí misma.

Crecieron juntas, aprendieron a conocerse a través de la otra. Y en todo el tiempo que Aleida admiró a su madre jamás la había visto llorar tanto por alguien. Marta siempre había sido una mujer fuerte, entera, voraz, noble, complaciente. No se permitía sentir, pero en ese velorio sintió todo al mismo tiempo. Perder a Silvia, mujer amiga y confidente, verla desaparecer de este plano, era como si le arrancaran una parte del corazón, era recordarla compartir carcajadas y saber que no la volvería a escuchar. Era perder una aliada. Era sentirse sola. 

Y Aleida no la había visto antes llorar así por alguien. Quiso rescatarla. Aliviarle el dolor. La abrazó todas las veces que pudo hasta que su madre quedó hecha un zombie. Y todavía le quedaban días de lágrimas por derramar.  

Acompañaron al cuerpo hasta el crematorio, caminaron muy lentamente detrás de él. Cantaron las canciones que tanto le gustaban a Silvia, aplaudieron, gritonearon. Porque Silvia era alegre, carismática, con una sonrisa sobre el rostro. Silvia no hubiese querido que lloraran tanto. 

Pero Marta volvió a llorar. Aleida la abrazó de los hombros, su madre le quedaba chiquita. Le beso la cabeza, derramaron más lágrimas. Ahora sí, ahora sí se había ido para siempre. 

Terminado el proceso, comenzaron a despedirse para emprender el camino de regreso. Antes de que subieran al auto, la tía Petty apartó a Aleida del grupo. Ven conmigo hija, y la jaló del brazo. La acercó hasta su rostro, Aleida le sacaba una cabeza de altura por lo que tuvo que agacharse para escucharla. Frente con frente, los brazos de la tía Petty sujetándola del cuello. Nadie pudo escuchar las palabras.  Se separaron. Aleida se quedó pasmada, cuando Hannah se acercó a ella ya estaba llorando de nuevo.

La lluvia que apenas caía era el instrumento de su pesar. No podía existir mejor escenario. No había tránsito. Los padres platicaban sobre otras muertes, la de un sacerdote, el párroco de la familia que falleció mientras dormía. Qué bonito morir así, dijo Marta. Me preguntó cuál habrá sido su último sueño, continuó.  

Todos somos violentos, pensó Aleida con la cabeza recargada en el vidrio del auto. En su mente una a una se acomodaron las piezas de un rompecabezas que estuvo armándose en el fondo, aunque ninguno lo “pudo” ver. Comenzó como cualquier discurso discriminatorio, con el típico “yo respeto pero…” abusando de la tolerancia, y Aleida, distraída y vulnerable, no lo vio venir. Dagas en forma de letras que entraron en sus oídos para almacenarse en su pecho, donde se anidó la furia. Sintió exactamente lo que ella quería que sintiera. Y todavía, con su voz delicada, acuchillándola… No vio venir el ataque. 

Pero estuvo ahí, desde siempre: cuando negaron al primo. O el par de años que pasó “separado” quién sabe por qué. Después de un tiempo inventaron que estuvo “viajando”. El ataque fue concebido en el momento en que las sospechas se refirieron a él como maricón, joto, putito. Estuvieron ahí, en todas las reuniones familiares. El odio ganó y esa tarde, hace tantos años, fue que comenzó a entretejerse —con la supuesta moralidad de una familia que prefiere atacarse, menospreciarse, y humillar a los suyos, que aceptarse. 

En el camino de regreso no dijo una sola palabra a sus padres, ni a Hannah. Bajando del auto le seguían corriendo las lágrimas, Hannah quiso tomarle la mano pero Aleida subió corriendo las escaleras. De inmediato se metió a bañar. Bajo el abrazo ardiente del agua siguió soltando lágrimas. También soltó puñetazos a los azulejos, uno, dos, tres. Hannah entró al baño y encontró a Aleida con los nudillos rojos, tirada bajo la regadera. Lo siento, lo siento, lo siento, dijo Aleida.  

Lunes por la noche. Diario de Aleida. 

Aquellos que viven en la heterosexualidad no tendrán que sentir el desprecio y odio por el que pasamos los que no vivimos bajo la norma. No es un odio que se esconde.  Es un odio que separa, segrega y mata.  

Pertenecer a una minoría, ser mujer, y otra vez, no vivir bajo la norma, son razones suficientes para que el odio que alguien más tiene, sea depositado en ti, sin poder hacer nada con él (y aún no entendemos que bien podrías simplemente rechazarlo), porque la mayor parte de las veces viene de alguien que tú crees que te ama. El amor acepta. El amor comprende. No segrega. No violenta. El amor no avergüenza. El amor no mata. 

Lo siento. Las palabras que pensé, pero no pude decirle. ¿Acaso mi tía Silvia no había sido también mi aliada? 

Y comenzó a llover. Como si Dios también sintiera mi llanto. Dos besos y una tomada de manos, fueron razones suficientes para segregarme, humillarme, avergonzarme, odiarme. Pensé (estúpidamente), que tu familia nunca te humillaría simplemente por amar a la persona que amas. Pensé, estúpidamente, que no estuve haciendo nada malo. Pensé que, así como mis benditos papá, mamá, sobrinos, hermanas y hermano, que el mundo podría aceptarme como soy. Amando a la persona que amo. A quien me sostiene cuando estoy valiendo madre.  

Conmemorando la memoria de alguien a quién quise mucho, terminé siendo el sujeto al que depositar todo el odio y coraje que emana de su corazón. Cuando lo único que yo quería era demostrar que estaría ahí para mi madre, que no la dejaría sola… Qué estúpida fui. 

En orden de una moralidad inexistente, porque en México puedes andar con un casado, puedes golpear a tu mujer, engañar a tu esposa, tener dos casas chicas, andar con un narco, hacerte cientos de cirugías, manejar pedo arriesgando la vida de otras personas… pero no puedes ser gay/lesbiana/bisexual/ transexual/ transgénero. Amar a la persona que amas es una falta de respeto. ¿A quién? ¿a mi tía? ¿la que no puede hablar porque está muerta?  

El verdadero amor no humilla ni hiere, no avergüenza, no busca hacer daño. Y pobre de mi primo, pienso. Porque si su madre era la única aliada y las demás son igual de arpías. El ataque va a escalar. Si mi primo no puede ser el mismo con nadie, si no puede tomar de la mano al dueño de su corazón sin ser violentado por aquellos que dicen que “lo aman” … Qué pinche jodido está. 

Martes, 02:00am

Las luces apagadas, el silencio de las dos de la madrugada, suspiros en vaivén. Aleida mira fijamente a la ventana, no puede dormir, siente el corazón ardiendo. Levanta el cuerpo con cuidado, no quiere despertar a Hannah, camina hasta la sala y se desparrama sobre el sofá. Con el cojín en la boca grita todo lo que no ha podido decir, suelta lágrimas calientes.  

Desbloquea el teléfono celular y comienza a escribir una serie de tuits. Al poco tiempo recibe respuestas, apoyo de sus seguidores y amigos. Debería sentirse mejor ¿no es así? El cuerpo le suplica descansar, pero la mente insiste en revivir los últimos dos días. Los acontecimientos se apilan uno sobre y otro y no la dejan ver. Los ojos se cierran, totalmente agotados, todavía húmedos, todavía ardientes. 

Sueña que está dentro de un clóset. Las luces están apagadas, su cuerpo apenas si cabe dentro de él. Hecha bolita, con el brazo derecho bajo la cabeza haciendo una especie de almohada. Alguien prende la luz. Escucha la voz dulce y serena de la tía Silvia, siente la suavidad de su caricia pasar sobre su cabello.  

—¿Así vas a dormir?, le pregunta. Aleida no contesta. Una duerme con los sentimientos escondidos en el cuerpo y así se mal forman las articulaciones. Déjalos ir, suéltate. Sólo así podrás descansar. Estírate. 

Aleida estira las piernas, los brazos, le cae ropa sobre el rostro, siente que se asfixia.  Escucha otras voces a las que no entiende, comienza a desesperarse. Empuja su cuerpo contra el clóset que sigue sin abrirse. Toma un respiro hondo, cierra los ojos, las paredes se acercan. Vuelve a estirarse y con sus dos pies patea la puerta con todas sus fuerzas…  

Entonces el clóset cruje y se abre.

“Me encanta hacer reír a las personas. De pequeña lo aprendí de la carcajada de mi madre. Que es mejor reír, reír, reír… que gritar. Porque gritar no es suficiente. Gritando el dolor no desaparece. Porque el dolor mata. Y porque estamos muertos hasta que volvemos a reír”.

Piedras Negras

Nunca fuiste sonriente, la carcajada que hoy resuena en las habitaciones ni siquiera se asomaba. No existían los gatos correteando por los pasillos o pidiendo comida de madrugada.

En las noches nos arrulla el sonido del ventilador de hace veintisiete años, los pensamientos se nos pierden en la pared, escenarios simulados que nos hacen desentendernos de las preocupaciones reales.

Todo y nada ha cambiado. Nos sucede la misma mirada, la incapacidad de resguardar dentro del pecho todo aquello que nos aqueja. Lloramos por las mismas pendejadas, ya sea porque no alcanzamos a partir la piñata o porque tuvimos que abandonar un trabajo que nos gustaba. Las lágrimas todavía nos nacen del corazón.

Hoy sabemos decir lo que no nos gusta, aunque aún tratamos de agradarle a alguien. Lo que trato de decirte con esta carta es que no pierdas la luz, tampoco la fe o la esperanza. No soy la mujer que nos imaginamos que seríamos, sin embargo y de alguna forma te aseguro que encontraremos la salida. La chispa que nos ayude a escapar.

Mudarnos fue nuestra mejor y peor opción. Nos alejamos de aquello que nos lastimaba pero se abrió una nueva puerta: descubrirnos a nosotras mismas. Y no será fácil. Y no terminaremos nunca.

Me gustaría poder decirte que no volverás a sentirte sola pero te estaría mintiendo.

¿Te acuerdas cuando cruzamos la barda y fuimos a casa del vecino? Tuvimos que hacerlo en secreto porque a mamá le molestaba que tuviéramos esa clase de amigos. Organizamos un plan, operación barda. Dijimos que estaríamos jugando a las escondidas con nuestra amiga imaginaria Andrea.

Por dos semanas cavamos un hoyo por debajo de la reja de metal, justo en una esquina oxidada que se escondía detrás de los arbustos de nuestro jardín. Fingimos que contábamos, con un ojo abierto pegado al televisor que atentamente observaba mamá.

Uno, dos, tres, eran las noticias, cuatro, cinco, seis, ahora venían los comerciales, siete, ocho, nueve, era la nueva heladería de las “Polly Pocket’s”, diez, once, doce…

—Ma ¿me compras una?

—Luego—

—Lista o no ¡allá voy!

Y corrimos lo más rápido que pudimos, del otro lado nos esperaba nuestro amigo. Nos presentó a sus hermanos, todos más grandes, estaban jugando a la guerra, los malos contra los militares.

—Yo soy del cartel tal, decía uno. Yo el chapo, decía otro. Yo el señor de los cielos, dijo el más grande.

El “señor de los cielos” se metía a la casa a ver tele mientras los otros lo protegían. Elegimos el bando de los militares porque nadie más lo quería.

Escondidas detrás de una llanta tuvimos que taparnos la boca para que no nos escucharan respirar. Conforme “el chapo” se iba acercando nos fuimos moviendo debajo de la troca. Todo iba bien hasta que escuchamos el grito de nuestra mamá quien ahora nos llamaba por nuestro nombre completo.

Salimos echas la raya, el chapo nos dijo que nos iba a matar.

—La que seguro me mata es mi ma, nos vemos luego huerco.

Le dimos la vuelta a la casa y esperamos hasta que mamá regresara adentro a buscarnos al cuarto. Nos raspamos recio la rodilla cuando pasamos por debajo de la reja pero nos la tapamos con la calceta. Cuando entramos a casa, mamá nos dijo que le habían disparado a Selena.

Después de que se entregó la asesina, Yolanda Saldivar, nos metieron a bañar. Semejante chinga que nos pusieron ese día, porque bien pendejas se nos había pegado la calceta a la raspada, ahora seca. Tirones que nos dolieron un chingo y sapes en la choya por no haber dicho nada antes.

—Pues ¿qué andabas haciendo escuincla?

—Jugando…

La vida sigue siendo así, niños jugando a ser adultos fingiendo ser alguien que no son, viviendo en una guerra real. No más pistolas de juguete, han sido intercambiadas por gas pimienta y gatos que navajean. Todavía te van a tocar unas chingas gruesas, eso que ni qué, pero lo bailado huerca ¿quién nos lo quita?

Todavía nos sabemos divertir. Así nació la carcajada de ahora, esa que retumba. Las raspadas de la vida las lavamos de inmediato, procuramos ya no cubrirlas, aunque a veces nos falla. Seguimos jugando solas, me conforta pensar que ese espíritu permanece.

Así como te hablabas, nos hablamos todavía, que por eso te estoy escribiendo esto. Sé que me he alejado, que ya no te arropo antes de dormir, que así como he vuelto a vomitar la comida, tú sigues rascando las paredes de manera compulsiva.

Sentimos el mismo dolor pero no sé cuál de los dos es peor. Si tú, la niña de cinco años que siente el duelo de una mujer de treinta y dos, o yo, la mujer de treinta y dos que sabe que hay una niña sintiendo su sufrimiento, sin poder explicarlo o hacer algo al respecto.

Cuando veo niños pequeños me acuerdo un resto de ti, de cómo jugabas solita en tu habitación, lo poco que platicabas cuando éramos pequeñas. De cómo la gente creía que éramos sordas. Y juego con ellas como no lo hice contigo.

Te juro que a veces siento que pierdo la cabeza y me la quiero pinches rapar (qué mal que juzgamos a Britney). Entonces me acuerdo de ti pinche huerca, de tus ojos, tus dientecitos asomados cuando sonreías de manera genuina, de las tardes en la plaza andando en bicicleta. De los juegos de lotería, de las quermés, el bingo, las fiestas de cumpleaños, la pascua buscando huevos. Entre el mar de tus recuerdos me albergo, cada emoción me vibra igual, como si fueras todo lo que me rodea y lo único que me pidieras fuera que te cantara…

Y respiro. Vuelvo a respirar.

Gracias huerquilla.

Carta a ti misma, 16 de mayo de 2019.

30 de abril

Mentiras. Mentiras. Mentiras. No puedo borrar de mi mente lo que leí, a cada instante se reproducen una y otra vez las mismas oraciones: está gorda, con maquillaje corrido, con ropa vieja y fea…

Todo lo que he temido, ahí también vive, en los ojos de ella…

Dientes afilados que mordisquean mis entrañas sin pausa, manos que palman el interior de mi garganta esperando escuchar el latido de mi corazón.

Ojos desorbitados, los he obligado a mirar sin fin el mismo ciclo. De pie y sin rumbo, sentada escuchando atentamente a mi propia voz.

Me das asco.

Lo más cálido han sido nuestras lágrimas, nos hacen sentir con vida. Despiertas.

No busco palabras, de nada me sirven si no puedo consumirlas. Para la de los dientes afilados, que no sabe utilizar los cubiertos con los que podría partirlas, son pedazos de materia que no sirven para nada.

Estamos encerradas. Sin luz.

Cabello sobre rostro, como cuando tenía quince años. Qué chistosas que son las regresiones. Por un lado me jacto de madura y de fuerte, por el otro, sigo siendo el mismo cerdo que nadie se quiere coger.

Dicen que los sueños son todo. ¿Y si dejas de soñar? ¿en qué cama descansarán ellos? para que no se quieran aparecer. Debe ser muy suave y ligera.

No como este cuerpo pesado, pasado del gusto personal.

La sombra que me muerde porque la he dejado de alimentar, la cuchara con la que come no la sabe maniobrar. Usa los dedos, arranca mi carne con las uñas y me mastica. Los dientes afilados la luz, la carne el morir.

La cabra blanca

Estoy con Jessica en nuestro departamento en el cuarto piso. Escucho pisadas fuertes, ladridos de perros. Me acerco a la mirilla de la puerta. Las pisadas son cercanas. Aparece una cabra blanca de pie en sus dos patas traseras. Sus enormes cuernos son tan grandes que enroscados forman un círculo completo.

Viste una hermosa bata de seda color rojo sangre, los bordes son negros. No habla. Se acerca a la puerta de mi departamento y empuja la puerta, una, dos, tres veces. No la dejamos entrar. Vuelve a empujar la puerta con todas sus fuerzas, una, dos, tres veces. Abre un poco, me observa a través de la mirilla. Tengo miedo.

La cabra vuelve a empujar, desesperadas las dos, ella por entrar y yo, porque no lo haga. Una, dos, tres veces. Se cansa. Desde la mirilla la observo alejarse, baja derrotada las escaleras, la pierdo de vista.

Vuelvo a escuchar pisadas, suaves. Miro a través de la mirilla, espacio que no me deja ver toda la perspectiva. Del otro lado está mi amigo Daniel, toca la puerta y me pide que lo deje pasar. Le abro la puerta rápidamente, no quiero que entre la cabra blanca con sus enormes cuernos.

Pero la cabra ya está adentro.

Autorretrato

Nací con una herida que no sólo es mía, le pertenece a mi madre, a mi abuela, a su madre, y así… Hasta sentirlas todas y al mismo tiempo. Nací enferma y con demonios que tampoco son sólo míos.

No lo supe hasta que aprendí lo importante que era pedir ayuda. Lo hice después de uno de los incidentes que cambiaron el curso de mi vida. Tenía quince años, estaba en una fiesta con quien fue mi primer amor. Risas, baile, drogas, alcohol. Me pasé de cubas y pastillas y terminé en el hospital. Desperté una semana después, con una larga sonda que empezaba en mi nariz y terminaba en mi estómago (o al revés).

No tenía a ningún familiar cercano pero entre la inconsciencia recordaba las voces de mis hermanos. Al darme el alta me entregaron mis cosas en una bolsa y un sobre, la enfermera me sonrió cuando me dijo: tus papás te esperan en tu casa. Al caminar de regreso me sentí culpable del enorme fracaso que había sido este tercer intento de muerte.

El primero no fue inflingido, sino más una consecuencia. El preludio que inauguraría el concepto de mi existencia: sobrevivir.

Al nacer, la combinación negativa/positiva de sangre entre mis padres me provocó eritroblastosis fetal. Doctores y enfermeras se apresuraron en limpiar mi sangre, eran momentos cruciales de los que dependía mi vida. Todo esto sin conocer el toque materno, ese primer beso y cercanía con quien había sido, hasta entonces, la dueña de mi cuerpo, y quien ahora no me reconocía, vínculos faltantes de los cuales aún somos víctimas.

Después de meses en la incubadora, sobreviví. No se confundan, que esta historia no está escrita por una figura fantasmagórica, o bueno, no un fantasma como el que se conoce. Soy invisible a muchos ojos y tampoco son la única.

El segundo intento nació de mi propio pensamiento. Un impulso que vino a levantar mi cuerpo para cruzar la avenida con los ojos cerrados. Tenía cinco años y ya estaba cansada de guardar el más grande secreto me contenía. Conocer y aprender la diferencia entre lo que era un pene flácido y un pene erecto.

El auto frenó a tiempo. Mi abuelita salió corriendo por mi. Nunca me preguntó por qué lo hice. En la familia no se habla de esas cosas.

El tercer intento no ha sido el último pero tampoco los recuerdo todos. No es que ande coleccionándolos como colecciono palabras. Antes quería olvidarme de ellos, de mi pasado, comenzar de nuevo siendo otra persona. Una fantasía imposible de la cual ya me he podido olvidar.

Tampoco soy especial, esa ha sido la etiqueta que ha causado conflicto y estrés incontrolable. Ese quien me hacía guardar los secretos me llamaba “su escuincla especial”.

Así que un día, con toda la calma que pude demostrar, me acerqué a mi madre para pedir ayuda. —Pero no la tuya, le dije, sino la de un profesional—.

—¿Por qué?, me preguntó ansiosa, ¿vas a hacerlo de nuevo?

Me fui. No pude hablarlo con mi madre y ha sido ella con quien más necesitaba platicarlo.

Como pude, otra vez, aquí estoy. Enferma aún, sí, tratando de apagar las voces con bromas, chistes, poemas, letras, historias, literatura, amigos, con amor. Aunque aún añoro la soledad de una habitación vacía con luces apagadas, del escenario que descansa bajo el manto estelar de la noche; en donde nadie me escucha gritar y son estas voces el estruendo que ruge, seductoras palabras que han sido la leche materna que me nutre.

A lo largo de mi viaje mi mente ha vivido con la idea de que no soy la única, de encontrarle el dueño verdadero a cada uno de los demonios que adornan mis madrugadas. Así que me puse a escribir sobre ellos, hipnotizada por las emociones que provocan, emborrachada por los diálogos y las conversaciones entre ellos, y yo.

Con el paso del tiempo aprendí sus nombres, demonios reales: bipolaridad, depresión, ansiedad, patriarcado, misoginia, abuso sexual, esquizofrenia, invisibilización, clasismo, discriminación, muerte. Algunos sólo puedo sentirlos yo, con otros comparto batalla con hermanas que viven lo mismo. Entonces no estoy sola.

Escribo sobre mi vida porque siento que algún día voy a olvidarme de ella y la historia morirá conmigo. Así de alguna forma, la historia podría continuar sin mi porque tendría vida propia.

La interminable batalla entre la existencia del ser, la muerte, el sobrevivir. Siempre en modo combatiente y no soy la única. Estoy cansada porque antes mi cuerpo caminó veredas y montañas de las que mis pies ya no se acuerdan.

También estoy cansada de mi. Del constante ir y venir entre “Estás del culo, Mónica”, al “sé gentil contigo misma”. Del “no mames Mónica, estás bien pendeja y la estás cagando”, al “te amo cabrona y en esta vida estamos solas”. Cansada de todo el tiempo imaginar el peor escenario y creérmelo. Que si mi madre no me abre la puerta de su casa es porque está muriendo en el baño ha causa de una embolia y no porque está haciendo yoga con los audífonos puestos.

No soy un fantasma por convicción, sino porque así me han querido ver. Porque me ignoran, porque  tengo “exceso de sensibilidad”. Se rehusan a escucharme, a escucharnos, a percibirnos, a vernos como personas. Y ese es un problema que nadie más quiere ver. Antes una se desgarraba por ser vista o reconocida. Hoy lo único que queremos es permanecer con vida.

Por eso cuando salgo a las calles a gritar, sé que no soy la única, cuando leo a Elena, a Rosario, a Nahui, a Pita, o a mis compañeras hermanas escritoras, sé que no estoy sola.

Nací con heridas abiertas, con demonios que no son sólo míos, pero también nací con amor, algo que empezó como algo muy pequeñito aquí adentro, que yo misma he cuidado y regado hasta convertirse en la hermosa enredadera que es hoy. La que quiere consumirlo todo.

Sobreviví y lo seguiré haciendo, esta misma lucha que no solo es mía: mantenerme con vida.

Negrura

ELLA entra en la habitación con el rostro escondido en el cuello de su chamarra. No puede más. Hoy es el día. Esta noche es la noche.

Se sienta en la cama, mira su reflejo en el espejo que tiene frente a ella. ¿Qué pasó?, se pregunta, ¿dónde perdí todo?.

Llora, las lágrimas resbalan sobre sus mejillas. Solloza. Recuerda los momentos felices que vivió con Felipe: la proposición de matrimonio, los fines de semana en Cuernavaca, las carnes asadas en el patio de su casa. El momento en el que supo que estaba embarazada.

No se quedó con nada más que con ella. No hubo bebé ni matrimonio.

Abre su mochila, saca una botella de agua y un bloc para escribir notas. Empieza su carta.

No quiere echarle la culpa a nadie más que a ella. Desde un principio no se imaginó cansándose con alguien, por eso lo de Felipe la tomó desprevenida. Cinco largos años han pasado, él es otra persona y ELLA sigue siendo la misma.

Pide disculpas, como hacen todos. También pide que no le lloren. Para su funeral le encarga a su mamá poner su música preferida. Especificamente “paranoid android” de Radiohead, cuando transformen su cuerpo en cenizas.

Es el momento, piensa. Es ahora o nunca. Suspira, vuelve a mirarse el rostro. Se pone de pie y se acerca al espejo hasta perderse en el reflejo de sus ojos. Te odio, se dice antes de voltearse y volver a la cama.

De la mochila saca un bote con pastillas. Vierte unas diez sobre su mano.

No soy nadie, piensa.

Nunca lo fuiste, se dice.

No eres nadie, replica.

Y no serás nadie nunca, se vuelve a decir.

Cierra los ojos, vuelve a soltar un suspiro, alza la vista hacia el techo, al bajar la mirada hacia las pastillas nota algo inusual. Regresa la vista, especificamente a la esquina en la que converge con la pared. Hay una raya negra que no estaba ahí antes.

Guarda las pastillas en el bote, se acerca a la esquina entre el techo y la pared. Observa una pequeña línea negra, de a lo mucho cuatro centímetros, tal vez una rayadura de plumón.

Jala la silla de su escritorio, se sube. La raya es una grieta. Tal vez una fisura. Va a la cocina por clavos y martillo.

Se imagina abriendo la fisura hasta tumbar la habitación. Desea que su final sea rápido e indoloro. No como la vida. Una cascada natural de inseguridades y manías.

El clavo traspasa la fisura sin alboroto. Suave como mantequilla. Algo extraño, pensó.

Baja de la silla y toma el celular de adentro de la mochila. Busca en internet: fisuras o grietas. Todas son diferentes, ninguna como esa, perfectamente lineal.

Suspira. Tal vez hoy no sea el día, ni esta noche, la noche. Vuelve a leer su carta, la rompe en pedazos. Mueve las cobijas de la cama y apaga la luz para poder dormir, aunque dormir sea lo último que pase por su cabeza.

A la mañana siguiente la fisura ha crecido al doble.

No es posible, piensa, ¿habrá sido el clavo que usé?. Se pone de pie, va por la silla, se vuelve a subir. Toca la fisura con su dedo índice, mete su uña, no pasa nada. Baja, va por uno de los clavos, se vuelve a subir. Mete el clavo por la fisura, desaparece, no produce ruido, ahora es parte de la negrura.

Extrañada, se cuestiona lo que sucede. Recuerda que tiene un departamento vecino, tal vez el clavo ahora esté del otro lado. Sale de casa y toca la puerta, le abren.

—¿No tienes una fisura en la esquina de la habitación principal?, le pregunta. Lo pensé porque ambos compartimos una pared y de mi lado se ve muy clara.

El vecino lo niega todo pero la deja pasar hasta el cuarto principal. No hay fisura. La pared está intacta.

Se apresura para llegar a tiempo a la oficina. Aunque todo el día lo pasa imaginando las cosas que podrían estar detrás de la negrura.

Llega a casa, ahora la ranura es más ancha.

Tal vez quepa mi dedo, piensa. Y así pasa, el dedo traspasa la ranura, no siente nada, saca el dedo, intacto. Va por el martillo y un cincel. Hace de la ranura un hoyo donde ahora puede meter la mano completa, lo hace, la retira con miedo. ¿Podría meter el brazo? En el instante en el que ese pensamiento inunda su cabeza, un brazo atravieza la negrura y trata de sujetarla agresivamente. ELLA grita y cae de la silla. Golpea su cabeza.

Despierta, rápidamente vuelve la mirada hacia la negrura. De ella nace un bulto que va creciendo hasta transformarse en un rostro con la boca abierta. Pánico inmediato. Va por su celular para tomar una fotografía, no tiene pila. El rostro parece que grita pero su boca se abre y se cierra, como si hablara.

Estoy volviéndome loca, se dice y comienza a llorar. Busca desesperadamente las pastillas, las encuentra. Voltea a ver el rostro que realiza el mismo movimiento una y otra vez, sin producir sonido. Finalmente puede entenderle. La llama por su nombre: Ana.

Sin pensarlo dos veces vierte las pastillas sobre su mano y se atraganta con ellas. Toma toda el agua de la botella, cierra los ojos con fuerza, no quiere volver a ver el rostro ni la negrura.

El tintineo del metal cayendo al piso la despierta. Está en una inmensidad blanca, sin principio ni final. Lo único que puede observarse es una pequeña ranura en la (¿esquina?) de la blancura. Se acerca a ella, sobre el piso, aún danzando en un semi círculo, el clavo.

Alza la vista y de la negrura emerge un dedo, después una mano. Todavía tiene tiempo. Voltea a su alrededor, a lo lejos puede ver una silla, corre por ella, regresa cargándola hasta colocarla debajo de la negrura.

Todavía puedes detenerlo Ana, dice. Sube a la silla, mete su brazo en la negrura, puede sentirse a sí misma, quiere detenerse pero se zafa. Por favor no lo hagas Ana, se dice sollozando, ¡Ana!. Desesperada mete su rostro en la negrura, grita su nombre una y otra vez pero es demasiado tarde. Está muerta.

ELLA entra en la habitación con el rostro escondido en el cuello de su chamarra. Se ha sentido así antes y no puede más. Hoy es el día. Esta noche es… la noche…

El loop interminable del suicidio arrepentido,

espacio sin tiempo ni espacio entre la muerte y el limbo.

Antes del 21 de diciembre

Recuerdo verte así, a escondidas. Llevabas pantalones de mezclilla y un suéter gris. Me sentía tan nerviosa de mirarte a lo ojos que me aproveché de cualquier instante en el que andabas distraída para admirarte.

Recuerdo haberme cambiado cinco veces antes de salir de casa, ni siquiera me dio tiempo de peinar mi cabello como quería. Tenía este deseo incontrolable de impresionarte, sorprenderte, como en esas historias imaginarias que me gusta contarme en la que un completo extraño se enamora de mi con sólo verme. Estaba muy equivocada.

Me sudaban las manos cuando iba camino a tu casa, pensaba en lo mucho que estabas fuera de mi liga simplemente por el barrio en el que vivías. Y cuando te vi lo confirmé. Alguien como tú no habría de fijarse nunca en alguien como yo.

¿Por qué?

Muy probablemente por el primer novio que tuve, el que me cortó para poder invitar a salir a Betzabe. Tal vez fue por T, quien se enojaba tanto conmigo que dejaba de hablarme/tocarme. El que me hizo llorar más por las marcas en los brazos que por los chantajes.

O tal vez fue F, quien todo el tiempo me comparó con quien fuera “tan perfecta ex”…

Recuerdo tratar de hacerte reír, contarte chistes, hacerte bromas. Escucharte hablar de tu relación con S, del tiempo que viviste en Granada. El nerviosismo desmedido rápidamente fue suplantado por confianza. Dos grandes amigas que compartían risas, cerveza, clamato, cigarros, grupos musicales, tradiciones, secretos, canciones preferidas, gustos culpables.

En el viaje de regreso por metro todavía me sorprendí a mi misma viéndote así, a escondidas. Tenía tanto miedo de que nuestras miradas se encontraran, te incomodaras y decidieras por irte a casa.

Entonces no dije nada, ni intenté algo, más que ser tu amiga.

Recuerdo cuando me dijiste que, aunque apreciabas mi amistad buscabas algo más. Todavía tengo muy vivo el momento en el que (finalmente) iba a darte un beso cuando tiré al piso (sin quererlo) todo lo que estaba sobre la mesa. Y aunque estaba haciendo el ridículo, reíste y te acercaste a mi por un beso.

Nuestra primera noche juntas rompí mi regla de no quedarme a dormir. Incluso desayunamos juntas porque no me quería ir. De alguna forma, todavía en mi cabeza existió (y aún existe) la idea de que abrirías los ojos y te darías cuenta de que no soy lo que quieres para ti.

Muy pronto te dije que te quería.

El mejor día de mi vida fue cuando me pediste ser tu novia.

Y hoy dos años después (y todavía cuando duermes, cuando buscas mi mano entre las cobijas para sujertarme, o cuando me pides que te alcance un plato, o cuando te recargas en mi hombro mientras vemos Netflix), me sorprendo a mi misma viéndote así, a escondidas. Como una obra de arte recién terminada, que no tiene más que devoción hacia la majestuosa pintora que tuvo la sensibilidad de dibujarla tal y como ella se ve.

 

No soy una escritora

monicaesan

No soy una escritora. No soy Rosario ni tampoco Virginia. La tragedia no ha sacudido mi vida como a la de Ana. Me falta vocabulario, disciplina y consistencia.

Soy mediocre…

Me ocupo más de generar muecas, risas o gestos en las otras personas, estoy en constante búsqueda de una reacción genuina que me haga olvidarme de las absurdas tareas de la vida cotidiana.

Soy mujer.

Al principio no quería serlo. Me costó tiempo aceptarlo. Yo quería ser como mi hermano. Aquél hombrecito que idolatraba mi padre, el simpático, ingenioso, tocador de guitarra, el jugador de futbol. El fuerte. No como yo, una niña que sentía demasiado.

Como dirían por ahí —ese siempre ha sido tu problema— Exceso de sensibilidad.

No entiendo cómo alguien puede sentir una emoción sin desbordarse por completo. Rehúyo de los conceptos balance y equilibrio. O siento todo o siento nada.

No soy escritora pero aquí estoy, escribiendo.

Soy curiosa, noble, a veces ingenua. Soy romántica…

Soy, soy, soy… Me faltan las palabras que lo describan, me sobran en las manos todos los —no soy—.

No soy escritora, no pertenezco al gremio. Ningún escritor se ha puesto la mano en el pecho, se ha acercado y me ha dicho —Oye niña, tienes algo, tal vez talento, sigue con lo tuyo—. Al contrario. He sido atrevida en cometer errores que grandes escritores han catalogado como “piezas aburridas y sin sentido, contastantes errores gramaticales, ni un principiante podría cometerlos”.

No soy escritora ni mucho menos principiante.

Soy voraz. Cada noche me engullo hasta desaparecerme. Insaciable apetito, mi platillo predilecto, el esqueleto de pescado que remuevo con delicadeza. Soy la piel quemada, el músculo cocido. Soy la falta de palpitación.

No soy madre pero les juro que soy mujer, soy una persona.

Soy el último suspiro desconsolado y cansado que libero antes de dormir. Soy el vacío y el silencio que esta noche rodea mi casa. Soy el único gesto genuino que ocurre en mi habitación.

Soy quien está aquí.

No soy Pita, ni Antonieta, no soy Nahui, ni Beatriz, tampoco Amparo ni Guadalupe.

Soy…

La torre que se derrumba, el árbol que un rayo ha partido en dos, soy el Emperador que cae de lado, soy la extraña y curiosa coincidencia que me resulta irrelevante. Soy el grito de luz que emana de mi pecho. El que no existe porque nadie puede escuchar. Y no.

No soy una escritora.